| | Reflexiones El ingreso a la Universidad
| Héctor Floriani (*)
En los últimos tiempos parece haberse abierto un cierto debate sobre el problema del ingreso a las Universidades. Es imprescindible que esa incipiente discusión se extienda y se profundice, ganando en franqueza y en rigor. No hay razones para que la Universidad pública se prive por más tiempo a sí misma, y prive a la sociedad que la financia, de un análisis responsable del problema y de las alternativas para resolverlo; porque debería ser evidente para todo el mundo, que los problemas de la Universidad no interesan -no pueden ni deben interesar- solamente a los universitarios. Las siguientes reflexiones pretenden ser una contribución a ese debate. El ingreso al sistema universitario constituye un típico problema de administración de recursos escasos. Tal vez no sea ocioso recordar, en este punto, que los recursos son por definición escasos. Un planteo del problema en estos términos autoriza a corregir el modo en que usualmente se lo formula: más que de afrontar el dilema restringir/no restringir el ingreso, la cuestión radica en asumir el desafío de gobernar el ingreso para asegurar formas superiores -más eficientes- de canalización de la demanda social de estudios universitarios. En otras palabras, el eje de la cuestión no pasa por la polarización entre quienes desean limitar el número de estudiantes universitarios y quienes lo desean ampliar, sino por la polarización entre quienes apuestan a conducir -en función de objetivos sociales- el dimensionamiento y la distribución de la matrícula universitaria y quienes, en cambio, resignan cualquier protagonismo en este sentido, abandonándose a una confianza ciega en el automatismo de ciertos mecanismos sociales espontáneos. Dos son los niveles en los que se puede accionar para avanzar en ese gobierno del ingreso al sistema universitario. Uno es el de la relación entre aquella demanda de estudios universitarios y la capacidad del sistema para dar respuesta a la misma. En todo proceso productivo -y la formación universitaria lo es- se establece una articulación entre insumos y producto, entre los factores puestos en juego para producir determinada "cosa" y la cantidad y calidad de la "cosa" producida. En el caso del "proceso productivo universitario" -proceso productor de estudios superiores y de capacitaciones profesionales- esa relación entre insumos y producto se manifiesta entre el conjunto de recursos puestos por la Universidad al servicio de la producción de estudios y capacitaciones (los insumos) y el número y la calidad de sus egresados (el producto). No hay razones para que la Universidad se considere exenta del compromiso de asumir esa relación; no hay justificación para pretender que su "capacidad productiva" sea independiente de su "capacidad instalada" (cuerpo docente, aulas, bibliotecas, etcétera). Sostener lo contrario implica desconocer un enunciado casi axiomático, ir en contra del sentido común y de las prácticas administrativas más elementales. Asumir esa relación conlleva enfrentar el esfuerzo de dimensionar de modo explícito aquella capacidad productiva de la Universidad de cara a una capacidad instalada que es relativamente estable, y que consiste en un capital acumulado en el tiempo y en un presupuesto que anualmente vota el Congreso de la Nación; y hacer eso supone definir cuántos alumnos puede recibir la Universidad en sus distintas aulas. Una definición clara en este sentido constituye tal vez la más importante de las cláusulas del "contrato implícito" que se establece entre la Universidad y la comunidad que la financia. Actuar de este modo no implica, por supuesto, resignarse al estado de cosas presente, aceptar sin más la actual configuración de la capacidad instalada. Por el contrario, quienes creen en la necesidad de ampliar la capacidad productiva del sistema universitario público deberán bregar por el desarrollo de su capital y el incremento de su presupuesto. Pero es imprescindible entender que no se decide desde adentro del sistema universitario público la dimensión que éste debe tener. Es el Congreso de la Nación el que decide esa dimensión, año a año, cuando aprueba, sobre la base del proyecto enviado por el Poder Ejecutivo, el presupuesto; y quienes no estén de acuerdo con ese dimensionamiento deben pelear en ese punto por una mayor asignación de recursos. Ahora, una administración seria de los recursos públicos confiados a la Universidad implica necesariamente la explicitación de cuánto se puede con lo que efectivamente se tiene, cualquiera sea la concreta configuración de lo que se tiene. Esta es la única actitud responsable; lo contrario -pretender que la Universidad puede recibir cualquier número de ingresantes independientemente de los recursos de que dispone- es, o mero voluntarismo, o vacua retórica (o ambas cosas). Un segundo nivel en el que se puede accionar en pos de ese gobierno del ingreso al sistema universitario es el de la relación entre el número de egresados universitarios, en los distintos campos disciplinarios y profesionales, y las necesidades sociales en relación a ellos. Interrogarse acerca de en qué medida las cantidades de egresados universitarios responden a las dimensiones de la demanda social es una tarea que deriva del siguiente hecho: los egresados universitarios modifican, con su sola presencia, el cuadro de los factores de producción, porque alteran la dimensión de la oferta de servicios profesionales de distinto tipo. Una actitud responsable frente a esta cuestión debería llevar a dimensionar la oferta de estudios conducentes a los distintos títulos teniendo en cuenta también una evaluación de la demanda social referida a los mismos. Una eventual programación del número de egresados universitarios no estaría destinada a limitar la difusión de los estudios superiores sino a contener los riesgos de una degradación de las profesiones y de los servicios profesionales. Todo esto no tiene nada que ver con el derecho al estudio. Pero para entenderlo así es preciso insistir en aquella dualidad de funciones formativas de la Universidad argentina: no son una misma cosa el acceso a los estudios superiores y el acceso a los títulos profesionales. Lo primero es encuadrable en el campo de los derechos universales (si bien su ejercicio está subordinado, aquí y en todas partes, a la disponibilidad de recursos). Lo segundo no constituye un derecho (¿es acaso posible hablar del "derecho a ser taxista"?); o, en todo caso, se trata de un derecho subordinado a la verificación de ciertas condiciones de funcionamiento de la comunidad. En el marco de estas aseveraciones, resulta legítimo que la Universidad dimensione su oferta educativa teniendo en cuenta, además de los recursos de que dispone, la demanda social de estudios y títulos universitarios (la demanda real, estructural). La comunidad tiene el derecho de exigir una mayor direccionalidad en la inversión de sus recursos (escasos): ¿por qué habría de tolerar que se invierta en la producción de una cantidad de "licencias" para el ejercicio de la profesión de arquitectos, por ejemplo, superior a las que efectivamente se necesitan? Por supuesto que éste es un camino más arduo que el actual, pero es el único camino responsable. Además, es inútil esconderse detrás de las dificultades que plantea un movimiento en esta dirección: los instrumentos para relevar esa demanda social existen, y los hay muy sofisticados, así como existe también una vasta experiencia internacional en este tipo de relevamientos. Algunos defensores de la pasividad universitaria en esta materia -de la no injerencia, de dejar todo librado al espontaneísmo- aducen que no es posible tomar medidas de planificación en este sentido porque "falta un proyecto de país". Aseveraciones de este tipo resultan tanto falaces como preocupantes, porque evidencian un enorme desconocimiento de que, en un contexto democrático, un "proyecto de país" no consiste en un diseño integral y detallado que se pone en práctica sólo después de su definición "en el papel", sino en un proceso abierto a través del cual la comunidad intenta definir su futuro cada día y en cada sector de la vida compartida, y por tanto también proyectando el sistema universitario público y la articulación de éste con el medio. Ahora, ¿cuáles son los costos de la falta de acción en relación al problema del dimensionamiento del ingreso al sistema universitario público en la Argentina? Es evidente que la pasividad en este sentido se paga con pérdida de calidad y con rigideces de la oferta formativa. Por un lado, la necesidad de llegar a algún compromiso entre el dogma del "ingreso irrestricto" y la realidad de una capacidad instalada poco flexible ha llevado muchas veces a la Universidad a hallar soluciones que claramente van en contra de la calidad académica. La invención del docente ad honórem es tal vez la más patética de esas soluciones, pero no la única; junto a ella se encuentran otras manifestaciones de una concepción escasamente profesional de la actividad docente universitaria (fragmentación de las dedicaciones, bajas remuneraciones, escasa inversión en su capacitación, énfasis en las tareas didácticas con desmedro de las investigativas), y aún otras que hablan de la desatención por algunas variables fundamentales de la vida universitaria (dictado de clases teóricas con alumnos sentados en el suelo o en los pasillos, desinversión en bibliotecas). Por otro lado, algunos proyectos destinados a enriquecer la oferta formativa chocan contra el muro del dogma. En efecto, muchos de tales proyectos se frustran por dos motivos derivados directamente de la imposibilidad de flexibilizar el ingreso irrestricto: o bien se teme generar con ellos un ulterior aumento del número de ingresantes, o bien no se encuentra el consenso para plantear experiencias acotadas, de dimensiones programadas (del tipo "probemos esta nueva carrera con un cupo de veinte plazas iniciales"), de manera de avanzar progresivamente en un sentido de enriquecimiento y complejización de la oferta de recorridos y títulos. Es increíble que todavía no nos hayamos dado cuenta de cuán poco "progresista" resulta un planteo que objetivamente impide avanzar hacia la diversificación y el enriquecimiento de la oferta educativa universitaria. Tomar conciencia de los "costos" de la falta de acción en relación a estas cuestiones debería constituirse en estímulo para quebrar esta pasividad y enfrentar el problema. Ahora, es imprescindible entender que el dimensionamiento del ingreso al sistema universitario público no va en contra de los legítimos derechos de nadie sino a favor de importantes derechos de la comunidad: básicamente, el derecho a lograr una administración eficiente de los recursos públicos confiados a la Universidad y un mayor protagonismo de ésta en el reconocimiento de la evolución de las necesidades sociales. Un cambio de perspectiva en relación a esta cuestión permitiría, por un lado, concretar un uso más responsable de esos recursos, y por otro lado, asumir la necesidad de implementar políticas activas en cuanto a la orientación de los estudios superiores y las capacitaciones profesionales. Ese es el único camino compatible con una actitud auténticamente progresista. En otras palabras, una búsqueda activa de mayor equidad pasa aquí por una real ampliación del número y la extracción social de quienes acceden a una formación universitaria de calidad, no por la banalización y pauperización de la formación superior; y pasa, también, por la posibilidad de desplegar un mayor activismo del sector público, y de la Universidad pública en particular, en pos de una más eficiente articulación del sistema universitario con las complejas y dinámicas necesidades sociales. (*) Profesor adjunto UNR, investigador UNR y Conicet, ex secretario de Ciencia y Tecnología
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