Año CXXXVI
 Nº 49.759
Rosario,
jueves  20 de
febrero de 2003
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Reflexiones
Una defensa del liberalismo

Pablo de San Román (*)

En el reciente Congreso Nacional Sobre Democracia, celebrado en Rosario, se sostuvo, entre otras cosas, que uno de los males que afectó la vida política y económica del país en los últimos años fue la reedición de posturas liberales, llamadas ahora "neoliberales".
Se indicó que la aplicación de políticas de corte liberal (al menos en su origen) causó un daño fundamental a las estructuras del Estado y afectaron sus atribuciones esenciales. Que siguiendo los designios de Hayek y von Mises, Argentina sufrió un desmantelamiento de su cuerpo institucional y, con él, de la capacidad de intervenir en la sociedad civil. Todo ello en nombre de -supuestos- dogmas liberales alejados del bienestar general y de los intereses comunes.
Debo decir aquí que esta visión es desacertada y confundida: no fueron los principios liberales los que conmocionaron de tal manera las bases del Estado en Argentina. No fueron sus fundamentos. Mas bien, fueron los reiterados y gravísimos errores en la aplicación de políticas orientadas, en un principio, a devolver al país una iniciativa individual que había perdido hacía años.
Los ideales liberales no proponen una desarticulación del Estado, ni la desatención de los derechos del individuo. Por el contrario, toda su construcción está basada en un sistema de normas que tiende a garantizar, fundamentalmente, la libertad del hombre. Con ella, su capacidad de crear y producir riqueza.
Lo que distingue al liberalismo de otras corrientes es, precisamente, su eterna confianza en la iniciativa humana. Toda su teoría descansa en alimentar y promover su impronta innovadora. En edificar una estructura que preserve (en base a un cuerpo respetable de leyes) estas dignidades.
Por eso resulta llamativo que se trate con tanta imprudencia -más tratándose de círculos intelectuales- la injerencia que el pensamiento liberal tuvo en la historia reciente del país. Que se asignen a sus principios las responsabilidades únicas de la decadencia y la frustración que luego vivió -y aún vive- el país. Que se ignore, además, que el momento de mayor brillo en la historia nacional fue, justamente, cuando estos principios gravitaron en la construcción de un país distinto.
Por otro lado, los mismos que condenan la acción del liberalismo (supuesto), no son capaces de presentar un ideario alternativo. Un ideario que tienda, dentro de un esquema de viabilidad, a promover un camino de desarrollo sustentable. Más bien, el ideario que presentan resulta, cuanto mucho, irrealizable. De aventuras irrealizables han vivido los países latinoamericanos sufriendo luego sus consecuencias.
La desidia con la que se han manejado las reformas estructurales de los 90 ha generado un rechazo sistemático hacia las políticas de mercado o hacia todo lo que forme parte de "lo liberal". Todo ha dejado un gran descreimiento. Una desilusión. Sin embargo, son los países más adelantados quienes, una y otra vez, muestran por dónde se halla el camino del progreso. Por dónde la creatividad del hombre y su capacidad de producir riqueza (para él y los demás) encuentra su mejor forma de realización.
No es el ánimo de esta nota señalar que todo lo externo es mejor. Que los argentinos deberíamos copiar lo que sucede en el extranjero. No. Mas bien, se trata de no confundir aquello que forma parte de una concepción política y económica, con la utilización de prácticas que, carentes del equilibrio necesario, terminan por desnaturalizar -y traicionar- la misma teoría.
En uno de sus libros, Guy Sorman habla de países resistentes (o en resistencia) y países integrados al progreso. Aquellos que aún desconfían de la libertad civil y de la capacidad de emprendimiento de la sociedad, y los que de ello han hecho su prioridad. Señala, reflexionando, que son los segundos quienes han logrado aprovechar el potencial natural y obtener niveles de desarrollo sustentables y humanos. Los otros, los desconfiados, aún discuten dogmas y prefieren el encierro de las deliberaciones.
En algún punto, nuestro país deberá decidir, mirando hacia el futuro, si está dispuesto, de una vez, a confiar en su sociedad. A dar lugar al desarrollo de la iniciativa privada y con ella, a la creación de oportunidades genuinas y emprendedoras. A no temerle a la creación de riqueza individual y a visualizar tal proceso como un factor esencial en la construcción de una economía competitiva y pujante. A desprenderse, por fin, de los prejuicios que empobrecen y retardan la utilización de nuestro inmenso potencial natural.
(*) Licenciado en Relaciones Internacionales


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