Año CXXXVI
 Nº 49.756
Rosario,
lunes  17 de
febrero de 2003
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El Carmel está que arde

Rafael Iglesia

En el hombre hay dos actitudes que lo hacen un ser social, es decir, directamente relacionado con los otros. Por un lado, el espíritu gregario que lo hace sentirse igual o parecido a los demás hombres y por lo tanto lo aproxima a ellos; por el otro, el espíritu individual o separativo que lo hace apartarse del resto, oponerse a ellos, ser su competencia, casi su enemigo. En cada individuo conviven estas dos manifestaciones: todos son iguales y, a su vez, cada criatura es única.
Una sociedad sana depende del equilibrio de ambas tendencias y éste se expresa física y formalmente a través de la ciudad. Ahora bien, un country es otra cosa, es la manifestación edilicia de una determinada comunidad que decide apartarse de los demás. En principio, podemos decir que aislarse hace que el ser deje de ser social. Evidentemente, algunos hombres optan por esto por sentirse, no digamos superiores, pero sí diferentes, decidiendo agruparse entre iguales. Basta escuchar al famoso cocinero -habitante de "El Carmel"- cuando se manifiesta indignado en los medios ante los sucesos vividos en su tristemente célebre y ya no tan protegido reducto. Por sus dichos, queda claro que este lugar es una bolsa de gatos, pero de guantes blancos (es gente paqueta) porque por la manera en que se están moviendo las piezas, no van a cazar a ningún ratón. Aunque siempre está el recurso del mayordomo, si es que alguno ha leído a Agatha Christie.
Si se quiere, la villa miseria es también un barrio privado, sobre todo, privado de lo esencial para el desarrollo de un individuo y ambas estructuras son sorprendentemente semejantes. Aunque virtuales, estos asentamientos tienen límites más fuertes que los condominios y ambos presentan una definida homogeneidad social y económica.
Un punto en común entre el country y la villa miseria es que en ambos hay muchos desocupados (aunque el tiempo "desocupado" sea para algunos riambre y para otros dolce fare niente). Otro, es que en ambos casos sus moradores lucen tostados: los "sin techo" y los amantes de Febo se confunden. La villa es ideal como aguantadero y el barrio cerrado protege de inoportunos cobradores y de incómodos escraches a moradores y a morosos. Como se ve, hay diferencias. Con respecto a los animales domésticos, en las villas no hay perro que no se parezca al dueño; en cambio, en los elegantes condominios, los perros -no todos- tienen más pedigrí que sus dueños. Ambos espacios tienen sus propias leyes, penas y castigos; en los condominios, está previsto que amar a la mujer de tu prójimo -o a tu prójimo- y perder el poder adquisitivo -entre otras causales- pueden ser castigados con el destierro.
En El Carmel están barajando esta posibilidad porque ha entrado un virus (mortal) en el sistema. Se trata nada menos que de un asesinato, con todos los condimentos para escribir una novela policial barata: sexo, dinero y un buen nombre; lo que parece faltar es un guardabarros que libre a los vecinos de las molestas salpicaduras que desprende cada giro inesperado que da el caso. Los encubrimientos, alianzas e intrigas aumentan el misterio palaciego.
Hoy, de repente, aquellos que se sentían iguales entre sí, están desesperados por diferenciarse, pero, para agregarle condimento a esta historia, no saben de quién. El bienestar común que los agrupó se transformó en un malestar generalizado, "pertenecer tiene esos privilegios". Todos están bajo sospecha: el hecho de haber realizado el velatorio en el domicilio de la víctima ha provocado que todos quedaran con los dedos pegados. "¡Un horror!", diría Tía Pituca, para luego agregar -con ese terror a lo diferente que la caracteriza-: "Estamos durmiendo con el enemigo".
Vivir en cautiverio tiene sus consecuencias; sucedieron, suceden y sucederán cosas que, si bien son naturales, no son normales en una sociedad, tal como las hay en los asentamientos marginales e irregulares. Porque el country, en definitiva, es un asentamiento irregular y marginal: el hecho de que no tengan espacios públicos y que su naturaleza sea profundamente discriminatoria así los define. Nadie puede transitar impunemente por estos guetos, llámense villa o country.
El tenor de los sucesos dependerá de los acuerdos y la tolerancia a que lleguen sus ocupantes y de la norma que instituya determinados actos como normales dentro de sus límites. Podría pasar que lo que para la sociedad configura un delito, no lo sea para esta comunidad y la Justicia no tendría cómo enterarse. Si esto sucediese, algún influyente (que en estos lugares nunca falta) podría decirle al comisario de la zona "sácame la policía de encima", tal como sucedió en este caso. Es decir, en la conciencia colectiva de estos internos, la policía está para cuidar el afuera, sus fronteras; lo de adentro es asunto de otro mandatario. En este caso en particular, tener un cementerio privado les hubiese ahorrado muchos problemas y hubiesen podido cerrar el círculo íntimo. Después de todo, los trapos sucios se lavan en casa.
Si bien es cierto que el texto perdió el carácter que tenía al comienzo, esto es lo que ha pasado con esta historia. Los medios televisivos han sido implacables e indomables -con la ayuda de amigos y familiares- tapando, encubriendo, mintiendo, transformando -pituto de por medio- lo que debería ser un drama en una obra tragicómica. Hoy un vídeo de las reuniones de consorcio de El Carmel cotiza en dólares. A esta historia la gente la consume morbosamente como un "culebrón", quizás porque a pesar de los muros que pretenden divisiones, en algún lugar produce satisfacción la sensación de que todos somos iguales y que los ricos también lloran.



El ingreso al country donde asesinaron a Belsunce.
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