Celada mansamente por el Adriático, la costa Dálmata muestra sus atributos sin apuros. Esa fue la primera impresión ante la proximidad de las tierras de mis ancestros. A ciegas, como cuando no contamos con presentimientos llegué a Split -mi primer destino- vía la fronteriza Trieste, aún tomada por las marcas de un Imperio -el austríaco- que señalan lo que fuera su fragmentación y decadencia.
Resultó imposible desconocer, ya desde el transporte de pasajeros ruidoso y humorado, el pasaje de una Europa a otra más radical, más sufrida, más contradictoria.
Tras mi primera noche balcánica al despertar la mañana del "Día de los Muertos", día de recogimiento general, no dejé de conmoverme con aquella vieja costumbre de mi infancia en plena vigencia para los croatas aún hoy: el recordar a los seres queridos en sus tumbas con adornos florales cuidadosamente arreglados a tono con el homenaje.
Navegando por el Adriático en el transbordador marítimo de Jadrolinija, la compañía naviera que recorre toda la costa Dálmata hasta Grecia, comprobé lo que había escuchado decir tantas veces de ese mar: efectivamente el color de sus aguas es de un azul profundo interrumpido allí por el relieve de una costa irregular hecha de pueblitos con techos rojos, fieles unos a otros en su arquitectura sencilla y pedregosa.
La "ciudad antigua"
El punto de mira en ese primer tramo fue la isla de Hvar o Pharos, para desembarcar en el puerto de su capital Starigrad, "La ciudad antigua"; una eficiente administradora de turistas que llegan a la isla en busca de sol, tranquilidad, buenas amarras para sus embarcaciones, lugareños bien dispuestos para atenderlos y cálidas pensiones donde hospedarse en los alrededores.
Un taxista muy simpático colaboró con mi curiosidad y aceptó, luego de instalarme en la posada "Herakleja" de Anton y Josip, llevarme a conocer Vrisnik, el poblado insular que parió a mi abuela paterna hace más de un siglo. Al visitar el cementerio junto a la capilla en la parte alta me encontré con que esos pueblos carecen de un "centro": su distribución espacial de pequeña aldea atemporal sugiere la permanencia imperecedera de los que habitan allí generación tras generación, ocupándose de cosechar lavanda (que exportan hacia el continente) y fabricar el pan para toda la isla, las dos actividades más importantes alrededor de las cuales organizan su vida económica.
Caminar por las callejas de piedras oscuras y sedosas bordeadas por casas de siglo XII, como recorrer la sencilla marina de Starigrad con el olor a sal que trae el aire costero, definitivamente agudizan las ganas de probar la fina carne de los "peces azules", unas exquisiteces de la cocina local que se acompañan con una grapa de higo como aperitivo estimulador y un excelente vino rosado orgullo de los campesinos locales antes de los postres.
Tampoco el programa social desequilibra la intimidad con el paisaje: la gente que pasea por allí dedica mucho tiempo a las actividades acuáticas, a las caminatas por los cerros y al uso irrefrenable de las bicicletas para circular por toda la isla; pubs y pequeños restaurantes son los sitios preferidos para despedir el atardecer.
Las murallas de Dubrovnik
Desde el puerto salen diariamente naves que hacen posible volver al mar para tomar distintos rumbos. Un recorrido de seis horas al día siguiente nos dejó en la Perla de la Costa: Dubrovnik.
Dubrovnik es una antiquísima ciudad amurallada construida en piedra, de una luminosidad inimitable. Un centro cultural, histórico, marítimo y económico que en 1979 fue incluido por la Unesco como paraje de patrimonio para la Humanidad.
Descansa al sur en el límite con Montenegro entre perfumes de laureles y romeros, cipreses y pinos. Abrazada por el mar y la montaña, impacta la áspera fuerza de este enclave medieval fortalecido por las sucesivas agresiones militares de distintas procedencias.
Los siglos allí se fueron sucediendo dejando una herencia orgullosa de los avatares sobrellevados, melancólica por los sinsabores, pero siempre erguida como los rasgos más sobresalientes de sus moradores.
Es impactante notar como estos descendientes de los ilírios del neolítico muestran con satisfacción a pleno rostro su amor por la tierra conquistada, su defensa casi excluyente por lo nacional, como la pasión inocultable por sus costumbres, tradiciones y reyertas identitarias (que abundan como marca registrada para todos los Estados Balcánicos).
La figura en piedra de San Blas, protector de Dubrovnik, vela sobre la Puerta de Pile por donde se ingresa al núcleo primario de la ciudad; a través de este pasaje se obtiene el acceso a los sitios más originales.
El recorrido por las murallas permite reconocer y apreciar muchas de las joyas edilicias del siglo XIV, que engrosan una larga lista de monumentos dentro de este recinto urbano organizado con una singular mezcla estética originada por terremotos que hicieron necesarias sucesivas reconstrucciones.
Entre lo que permaneció ileso se halla la maravillosa fuente de agua de Onofrio (S. XV) diseñada por maestros artesanos renacentistas; el glorioso Stradun, la más ancha y bella calle de este circuito medieval, preferida para todo tipo de ceremonia y encuentros que desemboca en la iglesia barroca del santo patrono.
Otra de las curiosidades de los acoples obligados por los avatares naturales se halla junto al palacio del príncipe, es la catedral principal que según lo investigado, antes de ser la catedral románica destruida por un terremoto existía allí una iglesia del siglo VII.
Probablemente esta necesidad de expresión permanente tan a flor de piel pueda sintetizarse con la práctica del arte más expandida por este pueblo: la pintura. Es muy frecuente encontrar alguna galería de artes plásticas en los rincones de los diferentes barrios o también a las personas ofertando sus dibujos y acuarelas en las calles o hablando de sus gustos pictóricos de un modo absolutamente asociado a su cotidianeidad.
Así, los conflictos de alta intensidad y la sensibilidad expresiva parecieran enmarcar el transcurrir de la vida de los croatas, claro que para notar estos contrastes es imprescindible una observación intencionada porque no es a simple vista que encontraremos los rastros de las recientes guerras.
Quizás por lo relatado hasta aquí como por lo que ha quedado impreso como huella emotiva hizo que dejar atrás Dubrovnik fuese más difícil que despedirme de otras ciudades.
Algo encantador e inolvidable, como cantan sus poetas al hablar de ella como de un gran amor y los pintores repitiendo una y otra vez el intento de lograr la "imagen soñada de su enamorada eterna" que impida la idea de un adiós definitivo.