 |  | Editorial La lección del Columbia
 | Ciertas noticias, se sabe, impactan profundamente en la psiquis colectiva. La desintegración del taxi espacial Columbia cuando retornaba a la Tierra, con siete astronautas a bordo, fue uno de estos hechos: por un momento pareció paralizarse el corazón del planeta entero. La gente, conmovida, se congregó en torno de las pantallas televisivas para obtener información sobre lo que había pasado. Es que no se trataba de un accidente luctuoso más, ya que las siete víctimas habían entregado sus vidas en pos de un objetivo que forma parte de los sueños más caros de la especie: la conquista del espacio exterior. Que contiene otra ilusión aún más estremecedora: nada menos que la búsqueda de un nuevo hogar para el hombre en el futuro. Y esas certezas no expresadas estuvieron presentes, sin duda, en el estremecimiento colectivo. Aunque la exploración del cosmos haya perdido hace tiempo su antiguo atractivo y los graves problemas de la coyuntura impongan su presencia, cada uno es a su modo consciente de que los nombres de los siete astronautas fallecidos han pasado a integrar la nómina de quienes han muerto por los demás, en la riesgosa búsqueda de otros horizontes. En tal sentido, resulta posible equipararlos a los exploradores de lejanas épocas, que a bordo de auténticas cáscaras de nuez realizaron incontables hazañas. ¿Cuántos de ellos se habrán hundido, anónimamente, en las profundidades del océano hasta que un genovés llamado Cristóbal Colón puso pie en lo que luego sería América? En este caso, por el contrario, queda el recuerdo de los siete héroes. A pesar del increíble avance tecnológico, ellos también afrontan en cáscaras de nuez los desafíos del espacio. De esa olvidada fragilidad ha dado preciso testimonio el desastre. Bastan pequeñas fallas para provocar una catástrofe. Apenas una mínima grieta puede causar el naufragio de estos en apariencia indestructibles buques, hijos de la más avanzada ciencia y las más avezada técnica. El dolor que provocó la tragedia queda, sin embargo, redimido por su sentido profundo. No se trata de muertes absurdas ni inexplicables: son el fruto -amargo esta vez- de la eterna intención humana de ir hacia adelante. Porque la búsqueda, sin dudas, no se detendrá nunca. Y acaso esa sea la verdadera razón de la presencia del hombre sobre esta Tierra.
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