| | Editorial Que la política siente cabeza
| Cuando se echa una mirada sobre la Argentina actual, inédito país de las muertes por desnutrición, no sólo sorprenden las crudas imágenes de la crisis económica -con su impronta de marginación y desempleo- sino los niveles de fragmentación que dividen a la sociedad. Ese tejido humano roto, separado en compartimentos estancos que no se escuchan ni comprenden los unos a los otros, encontró sin embargo un motivo de unión en las históricas jornadas del 19 y 20 de diciembre del año pasado, cuando las movilizaciones populares expresaron con desconocida contundencia el repudio hacia un gobierno pero, fundamentalmente, el rechazo a un modelo que había arrastrado al país al abismo más profundo de su existencia. Pero después, y no mucho más tarde, todo cambió. El solidario espontaneísmo que había empujado a las calles (aunque con intereses contrapuestos) a integrantes de todos los sectores sociales se transformó con velocidad en abulia. La desesperación se tornó desesperanza, y las asambleas barriales que surgieron como fruto de esos furiosos días comenzaron a languidecer cuando militantes profesionales intentaron utilizarlas como plataforma de sus propios proyectos políticos, ajenos por completo a la esencia de aquellas agrupaciones. Era entonces -y aún lo es- la hora de los partidos. Esos mismos que habían sido durante décadas los canales naturales de la voluntad popular debían -y aún deben- erigirse, como resulta natural en una democracia, en vehículos de las necesidades y reclamos de la gente. Hasta ahora, sin embargo, tal situación dista de haberse producido. Los dos principales partidos políticos nacionales se debaten en improductivas e insustanciales pujas internas, cuya insensatez se acentúa cuando se recuerda la urgencia que existe en la sociedad de líderes, pero mucho más de ideas y, sobre todo, de conductas. Todavía se está a tiempo de rectificar el rumbo. Ojalá la lucidez y la decencia se unan, tomando ejemplo de próceres olvidados, y reconstruyan los lazos rotos entre el pueblo -hoy decepcionado- y sus representantes.
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