La noche del cuatro de enero Oscar Lamberto se encontraba en su despacho de la Secretaría de Hacienda. No terminaba de cortar con un alto funcionario de la Policía Federal que le reclamaba las horas extras para los agentes que habían "limpiado" la ciudad de Buenos Aires de ruidos molestos para la clase política, cuando recibió el llamado del presidente Eduardo Duhalde. El tema no era joda. El director de un hogar dependiente del Consejo del Menor y la Familia había quedado atrapado en una suerte de motín de adolescentes hostiles que reclamaban el pago de becas comprometidas por el gobierno. Hacían falta 60 mil pesos para cumplir y "rescatarlo". La situación se pudo resolver recién al otro día cuando el propio funcionario se trasladó hasta un banco privado y pidió prestado el dinero.
La historia chica del infierno que fue Argentina durante el último año está llena de anécdotas palaciegas, que muchos de los protagonistas recuerdan borrosamente y otros prefieren no recordar.
"La caja estaba en cero, ya en el interinato de Ramón Puerta se había incumplido el primer pago de deuda sencillamente porque no había plata para pagarlo, todo el primer tramo de mi gestión en Hacienda fue maniobrar para tapar los agujeros que aparecían hora tras hora", recuerda ahora el senador santafesino, quien formó parte del equipo económico del presidente Duhalde durante "los peores tres meses de la peor crisis económica de la historia argentina".
Quince días antes, Fernando de la Rúa había renunciado junto a su superministro Domingo Cavallo en medio de un país incendiado por los saqueos, la represión policial y los cacerolazos. Con él se iban la convertibilidad y el curioso espejismo colectivo de que el peso valía lo mismo que un dólar.
La detonación de la crisis
Cuándo fue el inicio del fin es una pregunta para historiadores. Probablemente fue en el momento en que el heterogéneo conglomerado que es la clase media argentina, incluso antes del corralito, empezó a ver que la imagen que le devolvía el espejo ya no era la de la revista Caras sino la de los piqueteros. Y que era mejor votar a Clemente que a cualquier candidato alumbrado a la sombra de un modelo que se mostraba terminal.
O tal vez antes cuando la crisis de acumulación capitalista a nivel global se hizo sentir en Argentina y comenzó a erosionar la alianza económica y política en la que se asentó el primer gobierno de Carlos Menem, dando lugar a una lenta pero sostenida salida de capitales, depresión económica, deslegitimidad política y, finalmente, crisis financiera.
También puede pensarse en agosto de 2001, cuando el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo firmaba en Washington el último acuerdo crediticio con el Fondo Monetario Internacional bajo la advertencia del secretario del Tesoro de Estados Unidos, Paul O'Neill, de que no usaría más plata de los plomeros y carpinteros de ese país para salvar a los países que vivían de prestado.
O a fines de octubre, cuando la derrota electoral de la Alianza convenció a los hombres del peronismo y radicalismo bonaerense que su tiempo había llegado, y a no pocos empresarios y financistas que era hora de buscar nuevos interlocutores políticos.
La cosa es que el 30 de noviembre, cuando la fuga de capitales alimentada durante un año mutó en corrida generalizada, quedó claro que el sistema financiero, último búnker de la convertibilidad, había caído. Esa tarde de viernes agitada, Guillermo Mondino y Daniel Marx estaban reunidos con el ministro Domingo Cavallo, intentando convencerlo de que la corrida era el fin y que el único camino posible era el de la renuncia. Obsesionado, Cavallo desechó a los gritos esa posibilidad y dos días después anunció el corralito.
Primero fue la locura de la bancarización forzosa, gente pateando los cajeros y colas en los bancos. Pero encerrados en la burbuja de la política y la city porteña, pocos funcionarios dimensionaban el impacto brutal que implicaba la decisión de secar el país de efectivo. Sin el goteo diario que motorizaba la enorme economía informal creada a la sombra de los viajes a Miami y los créditos generosos, la Argentina verdadera empezó a estallar.
El 19 de diciembre, cuando los saqueos ya habían tomado su peor dimensión, se produjo la famosa reunión en Cáritas convocada por monseñor Casaretto y el representante del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, con De la Rúa como convidado de piedra". El dirigente agropecuario Manuel Cabanellas pasó allí a la fama cuando, en medio de corrillos sobre un nuevo plan económico e integraciones de futuros gabinetes, preguntó a José Ignacio de Mendiguren y Enrique Crotto. "¿Esto lo están pensando con o sin De la Rúa como presidente?".
Pero Cabanellas recuerda algo que le impactó más en esa reunión: "Hubo discursos durísimos, mostraron una encuesta que decía que el 90% quería que se vayan todos los dirigentes políticos, Casaretto les dijo que tenían que pedir perdón como hizo la Iglesia después de la dictadura, y todos, Alfonsín, Duhalde y todos los que estaban, aplaudían".
Por ese entonces, Cabanellas participaba, como presidente de Confederaciones Rurales Argentinas, del llamado Grupo Productivo, un nucleamiento que llevaba ya más de un año de conformado a instancias de la Unión Industrial Argentina (UIA). También participaba la Cámara Argentina de la Construcción. El grupo se quebró poco más tarde cuando la central fabril le presentó a Eduardo Duhalde un plan económico que no había sido consensuado con ruralistas y constructores.
Pesificar, una palabra mágica
Pero en sus momentos de auge, brillaba allí la figura de José Ignacio de Mendiguren, ex empresario textil (hasta que vendió su empresa a un fondo de inversión) que había llegado a la presidencia de la entidad fabril impulsado por el Movimiento Industrial Nacional (MIN), una línea interna que cuenta como principales referentes a la familia Rocca, de Techint.
Quien pocos meses más tarde pasara a la historia como el "devaluador y pesificador" no era un mero ariete. Ya como secretario de la UIA había piloteado el proceso por el cual esa central rompió con el Grupo de los Ocho, la alianza de industriales, banqueros y privatizadas que sostuvo económicamente el primer gobierno de Menem.
En ese grupo todos compartían el diagnóstico general de la necesidad de salir de la convertibilidad, aunque, más allá de un "exabrupto" de Paolo Rocca en una conferencia industrial, nadie lo decía públicamente. De todos modos, no había consenso sobre la fórmula de salida. El primer escollo era qué hacer los depósitos y las deudas. La palabra mágica: pesificación. "Cuando se hablaba de pesificación, se hablaba con nombre y apellido, la mayoría consideraba lógica una salida de ese tipo pero cuando se hablaba del seguro de cambio aparecían las diferencias", relató un memorioso de esos encuentros, que luego tuvo un breve paso por la función pública.
Los referentes de ese nucleamiento se encontraron durante octubre y noviembre dos veces con los integrantes de las misiones técnicas que encabezaba la colorida Teresa Ter Minassian. La funcionaria era partidaria de devaluar, aunque señalaba que la precondición era un fuerte ajuste fiscal. Aunque no eran del mismo palo, su pensamiento estaba en línea con el de Anne Krueger, que por ese entonces ya había tomado las riendas del organismo y estaba decidida a experimentar con Argentina su plan para aplicar la ley de queibras a los países en cesación de pagos. Se trataba de una pelea que excedía largamente el caso argentino y que enfrentaba a la Krueger y a O'Neill con los bancos de inversión que habían prestado a mano suelta a países emergentes, seguros de que cualquier crisis de deuda era resuelta con paquetes de ayuda del FMI.
"Recuerdo una reunión en el Ministerio de Economía. Ter Minassian se asomaba a cada rato a la ventana para observar una movilización organizada por Hugo Moyano. Por ahí se sentó y dijo: los argentinos no se dan cuenta de la situación en la que están", rememoró Manuel Cabanellas.
Pocos días después, y luego de un viaje relámpago e infructuoso de Cavallo a Washington, el jefe de economistas del organismo, Kenneth Rogoff, señalaba que el plan argentino era insostenible. Sin el aval del FMI, con un desfile misterioso de camiones de caudales desgastando el camino a Ezeiza y con el gobierno en plena fuga, el mismo 19 de diciembre a la noche, diputados y senadores le daban el tiro del final ministro: autoprorrogaron las sesiones ordinarias, le quitaron los superpoderes y liberaron las extracciones de las cuentas sueldos para trabajadores y jubilados (lo cual quedaría anulado poco después por la ley de emergencia económica).
El primer default
El 21 de diciembre, Ramón Puerta asumía como presidente interino y se produjo el primer default. Adolfo Rodríguez Saá completó la tarea declarando la cesación de pagos en medio de una eufórica Asamblea Legislativa. La primavera adolfista, con el presidente del Banco Central prometiendo emitir 25 mil millones de argentinos (en rigor, no mucho más de lo que emitió en pesos del Banco Central este año), terminó pronto merceda la ofensiva del duhaldismo, los gobernadores, sus propios errores y una ayudita de los banqueros que, en pleno feriado cambiario, se guardaron de poner plata en los cajeros. Consecuencia: cacerolazo y huida.
Un día antes, un grupo de economistas y legisladores peronistas habían puesto contra las cuerdas al entonces jefe de Hacienda, Rodolfo Frigeri. Fue durante un encuentro en el mismo Ministro de Economía, donde llevó la voz cantante Jorge Remes Lenicov, el principal referente económico del duhaldismo.
Quien fuera ministro de Hacienda de Buenos Aires durante la gestión de Duhalde como gobernador estaba especialmente activo. Por esos días, y mientras Rodríguez Saá desplegaba su simpatía puntana, participó de una cena en el departamento de De Mendiguren junto al presidente del BID, Enrique Iglesias, y un grupo de empresarios. Ya se discutía cómo implementar la devaluación. Iglesias decía que era conveniente una depreciación del peso en un 40% pero, como meses antes los funcionarios del FMI, aclaraba que sólo se podía manejar si había un fuerte ajuste. Remes hablaba y escuchaba, como si ya fuera el ministro de Economía.
El 1º de enero Duhalde asumió en medio de la asamblea legislativa, pronunciando la frase que lo sentenció: "El que depositó dólares, recibirá dólares". Esa misma noche funcionarios del gobierno y empresarios, discutieron los ejes de lo que luego sería el borrador de la ley de emergencia económica y el plan para modificar el tipo de cambio y definir el corralito. Uno de los empresarios presentes se sorprendió cuando el presidente de un importante banco internacional se acercó y le ofreció pesificar un crédito por el cual durante años le había cobrado 30% anual. Los banqueros de ABA y Abappra habían acordado con los industriales los criterios para pesificar las deudas pero terminaban de cerrar con el gobierno la compensación por parte del Estado. Reclamaban más de 15 mil millones.
Según relatan los colaboradores de Remes, el ex ministro era partidario de una pesificación simétrica a 1,20, con alternativas de pago para mejorar la capacidad de repago de los deudores. Pero cuenta esa historia que De Mendiguren impuso su criterio de pesificar depósitos a 1,40 y créditos a 1.
Como sea, un día después el presidente Duhalde anunció por la mañana los lineamientos primeros de su plan económico y el inicio de su "alianza con la producción y el trabajo". Ese mismo día, pero por la tarde, los banqueros de ABA se reunieron con el entonces presidente Roque Maccarone, para tratar la compensación.
Remes, el que destapó la botella
Días después se aprobaba la ley de emergencia económica, base del plan duhaldista, que comenzó a ser deshojada en la medida que se atendía el aquelarre de presiones sectoriales que en los siguientes cuatro meses se desataron hasta que un feriado bancario por tiempo indeterminado (como los paros) ordenado por el Banco Central se llevó puesto a Remes Lenicov a mediados de abril, en el marco de una avanzada para imponer bonos compulsivos a los ahorristas.
"Remes es el hombre que sacó el corcho, el que se animó a hacer lo que nadie quería hacer, todo el mundo sabía ya desde el 97 que la convertibilidad se mantenía a fuerza de endeudamiento externo y que eso llevó al colapso, su gestión hay que analizarla en ese contexto", rememora ahora Oscar Lamberto, quien señaló que durante los primeros tiempos de la gestión duhaldista "no había mucho tiempo para la discusión económica y la reflexión histórica, la única obsesión que había era que no se disparara la hiperinflación, algo que no parecían querer los del Fondo en cada negociación".
Ese fantasma, a pesar de los pronósticos más agoreros, no se produjo. Festejar una supuesta reactivación prendida con alfileres parece demasiado. Más aún, queda claro que el Estado volverá a pagar con nueva deuda a futuro la recomposición de la alianza económica que en su momento sustentó la convertibilidad. Pero pensar que la precaria estabilidad actual contrasta con los pronósticos más optimistas de hace seis meses también parece razonable. Y es probable que en buena medida se deba a que la crisis se llevó algunos tabúes, como la idea de que no se puede negociar con el Fondo o de que es un pecado fiscal transferir recursos para los sectores excluidos de la sociedad, aún con el magro y polémico plan de jefes y jefas de hogar implementado por el gobierno. En todo caso, aún cuando el eco de las cacerolas parece haberse acallado y se haya aletargado ese estado de "asamblea pública" del que en su momento se quejó el gobernador Carlos Reutemann, cabe pensar que no es menor el protagonismo que tuvieron en este proceso las nuevas formas de organización social y política, al menos al marcar límites y agendas de discusión impensables hace un año atrás. Y el hecho de que ya no esté todo el mundo todo el día todos los días protestando en la calle no implica necesariamente que esa conciencia haya desaparecido.