| | El cazador oculto: Fin de año sin alegría navideña
| Ricardo Luque / La Capital
Diciembre. Ultimas dos semanas del año. El mundo, el país, la ciudad parecen a punto de consumirse. Guirnaldas, villancicos, velas de colores. Hojas de muérdago de plástico. Luces intermitentes. Viejos feos y gordos disfrazados con ropas rojas y blancas con olor a naftalina fingen ser Papá Noel. Vendedores callejeros que ofrecen piezas de rezago de aquel idílico y lejano uno a uno que la diosa fortuna regaló a los argentinos. Arbolitos. Unos con hojas de papel metalizado, bolitas brillantes y angelitos en miniatura, otros con gruesos fajos de billetes en los bolsillos y licencia para cambiar. La grande, el gordo. Todas las esperanzas puestas en el número de la suerte. Nada nuevo. El mismo paisaje de siempre antes de las fiestas de fin de año. Pelos en llamas, balances apurados y brindis con sonrisas de comerciales de pasta dental que esconden el cansancio de un año de sangre, sudor y lágrimas. La pequeña pantalla se divide entre los programas que repasan lo hecho a lo largo del año y las imágenes que evocan los turbulentos acontecimientos del pasado diciembre. Más de lo mismo. Una sorpresa. O mejor, una curiosidad. No hay estrenos de Navidad. Estrenos "fuertes", claro. ¿Y eso qué significa? ¿En qué cambia la vida sin estrenos de Navidad? En que, por primera vez en mucho tiempo, la lucha contra la resaca de la Nochebuena no tendrá ningún sentido. Qué necesidad hay de levantarse de la cama sin la zanahoria de un estreno largamente esperado. Ninguna. De que hay que levantarse, no hay dudas. Que hay que reunirse con la familia para terminar con las sobras de la noche anterior es inevitable. Pero todo ese esfuerzo qué sentido tiene sin la esperanza de poder huir, una vez concluido el almuerzo navideño, a un cine a disfrutar antes que ningún otro mortal la primera vuelta de esa película de la que se habló tanto y por fin llega a estas tierras. Y hacerlo mientras el mundo se debate entre los besuqueos de las tías del campo y la somnolencia de una siesta que amenaza ser la más calurosa y pesada de la historia. Porque la tarde del día de Navidad, sin estrenos ni aire acondicionado, es un calvario. No hay nada que hacerle.
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