Damián Nabot - Jorge Liotti
La crisis de diciembre de 2001 depositó sobre el Congreso no sólo la responsabilidad de designar al sucesor de Fernando de la Rúa, también lo posicionó como el último hilo de garantía institucional. Le ofreció, en definitiva, la posibilidad de una reivindicación histórica de su pasado reciente de escándalos, acusaciones de ineficacia y divorcio de la realidad, que sirvió para ubicarlo como uno de los poderes más desprestigiados. Pero a pesar de la delegación de poder derivada de la fragilidad republicana y de los conflictos sociales, los legisladores dejaron escapar la ocasión porque fueron incapaces de asumir el rol que las circunstancias les reclamaban. Ni siquiera el hecho de que el presidente que terminó guiando la transición, Eduardo Duhalde, fuera uno de sus miembros, logró que el Congreso reasumiera un poder real. Así lo prueba el hecho de que cada vez que sintió que su legitimidad desfilaba por el límite de lo admisible, Duhalde apeló a los gobernadores, y no al Congreso, para una renovación de fe política. Tampoco el Congreso pudo actuar convincentemente para encauzar la virtual cogestión a la que sometieron al Ejecutivo los organismos financieros internacionales. Peor aún, quedó atado a los vaivenes de la fragilidad del gobierno y de una negociación errática con el Fondo Monetario Internacional. Así debió aprobar leyes que pocos apoyaban, como la derogación de la subversión económica; debió dar marchas y contramarchas en un mismo tema en cuestión de meses, como con la ley de quiebras, y debió invalidar normas que había sancionado con mucha pompa, como la que instauró las internas abiertas. También aceptó que el gobierno vetara una ley que había sido sancionada con mayoría especial en ambas Cámaras, como la que permitía pagar deudas con bonos, y se encerró en idas y vueltas a la hora de definir el modo de aplicación del CER y de las ejecuciones hipotecarias. Además, fue evidente el premeditado silencio del Congreso frente a la renegociación de los contratos de las empresas privatizadas y el aumento de las tarifas de los servicios públicos. Quedó en claro que la tradición derivada del sistema presidencialista de la Constitución es tan férrea que ni siquiera cuando el Poder Ejecutivo se derrumba estrepitosamente existen atenuantes. El desempeño del Congreso alcanzó para garantizar una transición que, aunque legalmente cuestionable (por ejemplo, aceptó una elección con ley de lemas cuando designó a Adolfo Rodríguez Saá, aunque su vigencia no rige), no abandonó el sistema democrático, un logro importante para un país que hace sólo veinte años tenía un gobierno de facto. Pero también hay que ser realistas y darle espacio a un interrogante que muchos se hicieron en aquellos días turbulentos: ¿Qué hubiera pasado si hubiesen existido alternativas no democráticas, léase militares, dictadores o líderes populistas, con posibilidades ciertas de tomar las riendas del Estado fuera del mecanismo que marca la Constitución? En definitiva, en todo este sinuoso proceso que se inició el 20 de diciembre pasado, el Congreso no pudo caracterizar el personaje central que la crisis le había entregado en el urgente reparto de papeles que motivó la crisis. Quizá la imagen que resume ese fracaso es el vallado metálico que en forma constante rodea el anexo del Congreso y el frente del Palacio Legislativo, un símbolo arquitectónico de la distancia que aún media entre la demanda de la sociedad y la actuación parlamentaria.
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