| | Por la ciudad La esquizofrenia rosarina
| Adrián Gerber / La Capital
El domingo pasado Ludovica Squirru planteó en una entrevista publicada por La Capital que la Argentina padecía de esquizofrenia, y se podría decir, por qué no, que Rosario vive su propia esquizofrenia. Porque gran parte de los habitantes de esta ciudad piden una cosa, pero hacen otra. Se quejan de lo sucia que está la ciudad, de la gente que saca las bolsitas fuera de hora, de que no se usa la senda peatonal, de los autos que estacionan mal. Se quejan de que no se respeta a las bicicletas, de los excrementos de los perros en veredas y espacios verdes, de los ruidos molestos y de que nadie cuida el mobiliario urbano y el patrimonio público. Pero cuando se establecen normas para regular estas conductas y sancionar a los incumplidores ponen el grito en el cielo. Pasó hace poco cuando el Concejo quiso crear un código que ordenaba el uso de las bicicletas (el Hospital de Emergencias atiende por año a más de 800 ciclistas víctimas de accidentes de tránsito) y una situación similar sucedió la semana pasada al aprobar la ordenanza que castiga con multas a los dueños de perros que no levanten las deposiciones de sus mascotas. También es usual escuchar cataratas de protestas contra inspectores de tránsito que hacen multas a autos que están en doble fila o porque las grúas se llevan vehículos mal estacionados. Y después muchas veces nos asombramos de que en ciudades de Europa y Estados Unidos el comportamiento en este sentido es ejemplar. Entonces, ¿cómo hacemos para que Rosario tenga la cultura urbana de esas ciudades? Primero debe haber infraestructura, porque es difícil que la gente aprenda a usar la senda peatonal si la misma no está pintada. Es imposible evitar que se tiren papeles al piso si no hay un cesto a diez cuadras a la redonda. O es complicado darles seguridad a los ciclistas si la ciudad no cuenta con una amplia red de ciclovías. Segundo, deben establecerse sistemas de regulación que hacen que uno cumpla las normas de convivencia, y esto tiene que ver con la ley (el que no cumple es sancionado) y con la cultura ciudadana (que sería la autorregulación). Y justamente la cultura ciudadana es la más compleja y difícil de modificar, porque los comportamientos y las costumbres urbanas de la gente, buenas o malas, están muy arraigadas. Si en Bruselas, por ejemplo, a ningún habitante se le ocurre tirar un papel al piso es porque basicamente iría en contra de su propia conciencia. Segundo porque no soportaría ser censurado por sus conciudadanos. Y, por último, porque sería fuertemente multado por el Estado, que nunca deja de ejercer su poder de policía. En cambio, por estas tierras siempre se escuchan voces que sostienen que exigir el cumplimiento de las normas básicas de convivencia es sinónimo de autoritarismo. Y en rigor es todo lo contrario. Las sociedades más democráticas son las más estrictas porque las normas urbanas existen para proteger a los más débiles, a los que andan en bicicleta, a los niños que van a los parques, a los pequeños automóviles, a los cirujas (con ordenanzas para que la gente separe residuos), a los discapacitados, a los no fumadores... ¿Por qué la inmensa mayoría de los rosarinos respeta el semáforo en rojo, aunque no haya un inspector en la esquina o una cámara fotográfica que detecte infracciones, y no hace lo mismo con la senda peatonal o con el cuidado de los espacios públicos? Y aquí la respuesta vuelve a pasar por los hábitos culturales. Por eso hay que trabajar para educar y concientizar a los ciudadanos sobre el buen uso de los espacios y vía pública para que no sólo se acate la ley por temor al castigo, sino por convicción. Y aquí es fundamental el papel de las propias familias, las escuelas y los medios de comunicación. La calidad de vida de una ciudad también tiene que ver con el propio comportamiento de sus habitantes. No todo es responsabilidad del Estado.
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