| | Reflexiones La sucesión presidencial en una democracia conflictiva
| Hugu Quiroga (*)
Nuestras sociedades viven y permanecen en conflicto, están muy lejos de ser sociedades conciliadas. No cabe duda que el conflicto es uno de los elementos constitutivos de las relaciones sociales, por ello se transforma en un tema fundamental de la política democrática. El objetivo de ésta no es la eliminación de la división, sino la unidad en un contexto de conflicto y diversidad, en donde se debe manejar de manera diferente la oposición "ellos" y "nosotros". La naturaleza de los antagonismos que atraviesan nuestras sociedades es de lo más variada, lo que da muestra de la diversidad de órdenes y esferas de acción en que puede dividirse la vida colectiva: conflictos políticos, económicos, sociales, religiosos, de género, étnicos, etcétera. La multiplicidad de los intereses humanos dificulta el punto de equilibrio necesario en la organización de la vida colectiva. Justamente la política democrática favorece y facilita los diversos miembros de la sociedad. En principio, la desigualdad social -subyacente o visible en las democracias- aparece como la divergencia de más difícil resolución para la conformación de un orden estable. Sin embargo, para Raymond Aron las contiendas más arduas de regular pacíficamente son las que derivan del propio orden político, sobre todo cuando los hombres se dividen a favor o en contra de la democracia. En verdad, entre las grandes controversias que dividen a la sociedad se halla la referida al traspaso del poder político, tal como hoy se visualiza en la Argentina. Si no existen normas claras y estables que regulen el desarrollo pacífico de esa competencia, la violencia política puede instalarse abiertamente en la lucha por el poder. No en vano escribió Guglielmo Ferrero sobre la desigualdad de poder: entre todas las desigualdades humanas, ninguna es tan importante por sus consecuencias ni tiene tanta necesidad de justificarse ante la razón, como la establecida por el poder. Frente a este problema, la democracia liberal cuenta con una respuesta específica: define las reglas de sucesión pacífica del poder en base al principio de igualdad política, "un hombre, un voto", por el que todos participan en la misma proporción de la selección del cuerpo político. De tal manera, el sufragio universal es el principio que da forma al Estado democrático representativo. En la lógica democrática el principio de resolución de las controversias es siempre el mismo: la utilización de medios pacíficos. Por eso, la democracia es el régimen político que está en mejores condiciones de solucionar los problemas a través de acuerdos. Pero conviene aclarar que la democracia no es sólo consenso y conciliación, el conflicto es también inherente a la política democrática. Desde ese punto de vista una democracia pluralista tiene que dar cabida al disenso y a los diferentes intereses en lucha, y al hacerlo ella queda emplazada en un campo de tensiones entre consenso y disenso. Por establecer un método pacífico de sucesión del poder, la democracia se transforma de ese modo en una causa universal, pero ello no implica que todas las democracias sean iguales. La distinción radica en la diversidad de calidades y en la forma política concreta que logre configurar. Si miramos el caso argentino, tres grandes cuestiones traban hoy lo que debería ser un proceso normal de sucesión del poder presidencial. En primer lugar, las rivalidades internas del partido justicialista, que no hacen más que dejar constancia de la profunda crisis de liderazgo que lo sacude. Por cierto, no se trata de una pelea menor, el vencedor tendrá grandes posibilidades de ser el próximo presidente constitucional. En segundo lugar, estos enfrentamientos se trasladan a la esfera institucional y llenan de incertidumbre la convocatoria a elecciones nacionales. Todo el país está pendiente de esa querella y las instituciones de la República quedan subordinadas a la duración y alcance de la misma. En tercer lugar, la debilidad de la oposición que se muestra incapaz de modificar ese juego político, y de reunir mayoritariamente a los descontentos para ofrecer una alternativa viable. Mientras el radicalismo cae en las preferencias, los terceros partidos no parecen construir estructuras estables que eviten la dispersión. Todos sabemos que la democracia no es posible sin el rol efectivo de una oposición, sin un sistema de alternancia, y sin la presencia activa de los ciudadanos. De lo que se trata, pues, es de afirmar convicciones pluralistas y de adquirir hábitos de alternancia en las que pueda apoyarse la construcción institucional. En un país como el nuestro, sin una firme tradición político-liberal, el desafío de la sucesión del poder es tan simple como decisivo: respetar la ley, respeto que se genera cuando se crean las condiciones institucionales para la producción de legitimidad. Por eso, la completa actuación de la Constitución es la mejor garantía de seguridad de los principios que representan el fundamento de la democracia. Vale la pena insistir una vez más: un claro avance en nuestra cultura política democrática bien podría expresarse en el entendimiento de que un poder legítimo no puede ser más que el acuerdo de los ciudadanos y los partidos sobre la validez de un orden político respetuoso del procedimiento constitucional y de las instituciones de la democracia. El resultado de la incertidumbre sobre la sucesión presidencial es la combinación inquietante de un escenario antidemocrático dibujado en el horizonte y el descreimiento creciente de los ciudadanos en los beneficios de una salida electoral. Ante esta situación no está de más apelar a la prudencia y responsabilidad de los gobernantes y dirigentes. La legitimidad de la democracia argentina procede de razones inseparables: la profunda decepción que provoca el régimen militar de 1976 (no sólo por la derrota de Malvinas) y el inestimable -y a la vez duro- proceso de aprendizaje democrático que transcurre entre 1983 y el presente. En estos breves pero intensos años, cargados de dificultades económicas y sociales, los argentinos pudieron demostrar su adhesión a la democracia como forma de gobierno. Esta es la transformación de fondo que ha tenido lugar en nuestra sociedad. No valdría la pena tirar por la borda semejante logro. La experiencia histórica nos indica que la democracia es vulnerable, pues está hecha de deseos y de miedos. La producción de un orden deseado será siempre una tarea inacabable, pero a la vez los miedos de la sociedad (inseguridad económica, incertidumbres sociales, temor al mañana) se hacen presentes a la hora de discutir el porvenir de la democracia. En esa alternancia de miedos y deseos se van conformando sucesivas cristalizaciones que dan secuencia a los procesos democráticos. La democracia será perfectible en la medida en que seamos conscientes del alcance de sus respuestas. El debate sigue abierto, y las experiencias post-autoritarias no son por cierto concluyentes ni definitivas. (*) Profesor de la Facultad de Ciencia Política e investigador del Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Rosario.
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