| | Reflexiones Chacho y el perdón
| Juan José Giani
Vino en estos días a mi memoria "Magnolia", una excelente película del director norteamericano Paul Thomas Anderson. Estructurada como despliegue coral de una serie de desgarrantes arqueologías personales, se relata allí un conjunto agraviante de hechos del pasado que fluctúan entre la condena sofocada y el olvido imposible. Se discute en definitiva hasta dónde es factible para los hombres perdonar, en cuanto una ofensa indeleble torna irreversible la hecatombe de una relación. Puesto de otra manera, ¿cuáles son las condiciones de posibilidad de un acto perdonante? Como en todo ejercicio de buen cine, no se dictaminan en el film soluciones, tan sólo se trazan senderos que faciliten el hallarlas. Se sabe, el arte narrativo elogiable es aquel que exhibe dilemas para provocar inquietud, pero permanece a su vez en la inconclusión propositiva para auspiciar la intervención creativa de un espectador conmovido e insatisfecho. Pues bien, "Magnolia" describe un agobio de angustiosa habitualidad: quiero perdonar pero una densa memoria me detiene o no quiero perdonar pero sufro debido a ello; y pasa a bosquejar tenues sugerencias para aliviar este recurrente via crucis existencial. El movimiento expiatorio supondría, a) el radical arrepentimiento del que ha ofendido. b) la admisión de que nadie es completamente inocente. c) la propensión a perdonar, esto es la certidumbre de que todavía hay en el culpable un residuo de virtud irremplazable. Reconocimiento pleno de una defección, alguna remanente valencia positiva en el que ha ofendido que me convoca a concederle una nueva oportunidad y la percepción de cierta universalidad de la falencia pueden activar entonces la reticente facultad de disculpar. ¿Corresponden los beneficios del perdón argentino para Carlos "Chacho" Alvarez? Que el vínculo aquí sea político y no despojadamente afectivo, y la pregunta involucre menos trayectorias individuales que comportamientos en última instancia colectivos no invalidan la pertinencia de la interrogación. Alguien que marcó nuestras vidas admite culpas, y al exponerlas solicita, tácitamente, comprensión, reconsideración de cierta reprobación social prevaleciente. Pensado en términos de hombre público, ¿se le dará cuando lo pida (y si es que lo pide) una segunda chance para perfeccionar nuestro destino como nación? Apliquemos algunas de las murmurantes pero sesudas indicaciones de Anderson. Alvarez incorporó a su rotunda (hasta la rozar la hipérbole) autocrítica gestual (el obstinado silencio, su condición de asalariado común, la introspección respetuosa para con el votante defraudado), un impecable rastrillaje conceptual respecto de los extravíos que tuvimos como Frepaso. Y centralmente uno, el fundante y amplificador de otros; haber abandonado el auspicioso y promisorio crecimiento de una izquierda no testimonial alternativa al bipartidismo en aras de un sumatoria indiscriminada que compró patos para toparse con gallaretas, que vio aliados de coyuntura donde debió ver incurables adversarios, que encontró previsibles cajas negras cuando abrió la Caja de Pandora. Las debilidades y tropiezos del Frepaso fueron causadas o funcionales a una concepción angurrienta del poder: pretender comer de todo, mucho y rápido para terminar descompuestos y con la ropa sucia. Primó un leninismo invertido: avanzar dos pasos para retroceder hasta la boca del abismo. No hubo en aquel entonces, sin embargo, inocencias absolutas. El Frepaso abrazó el populismo en su mal sentido. Se plegó a un reclamo social mayoritario subestimando su inconsistencia latente. Actuó como vehículo poco reflexivo de un antimenemismo rudimentario, apresurado, epidérmico. Tímidas restricciones al mercado sazonadas con eticismo de utilería, moderatismo excesivo fuertemente permeado por la subcultura de las clases medias. Faltó templanza y convicción para direccionar sin cortoplacismo una experiencia que debió ser consciente que nada bueno en política se solidifica en apenas dos años. Finalmente, gran parte de la sociedad tiene frente a los renunciantes probos una conducta que autoriza la perplejidad: si permanecen en su sitio se los sospecha contaminables, si se repliegan al llano se los abomina por claudicantes. El veredicto exculpador deviene aquí imprescindible por otra razón, no ya afincada en la clarificación del pasado sino en la planificación del futuro. El proyecto de larga duración con que Chacho Alvarez irrumpió en la vida política argentina mantiene intacta su vigencia. Galvanizar un espacio perdurable de centroizquierda con vocación de mayorías y aptitud para el gobierno es claramente la tarea de la hora para quienes seguimos creyendo que nuestras impostergables banderas de autodeterminación nacional, calidad institucional, modernidad productiva y equitativa distribución de la riqueza no podrán ser ya consecuentemente defendidas por los grandes partidos concebidos como totalidades orgánicas. El panorama en esta construcción es por cierto, al día de la fecha, desalentador. El ARI ha exhibido hasta aquí escasa disposición y destreza para enriquecer social, política y programáticamente el hemisferio ideológico que aún encabeza, la CTA permanece aferrada a una lógica resistente tan loable como limitada y las franjas rescatables del justicialismo y el radicalismo perseveran en cocinarse en la salsa de sus descabelladas internas. El episodio del juicio a la Corte Suprema fue todo un ejemplo del padecimiento argentino. El bochornoso zigzagueo del duhaldismo y el fundamentalismo opositor del todo o nada (del cual, como suele ocurrir, resultó nada) deja indemne a una justicia corrupta que enloda al conjunto de la institucionalidad democrática. Cuando la mayor parte de la dirigencia política augura autodepuraciones que nunca concreta, profetiza sobre huracanes que finalmente no llegan y organiza estrategias al calor del tipo de cambio que figura en pizarras, el testimonio de Alvarez sin duda puede colaborar para exorcizar vicios y despavilar conciencias.
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