El 2 de noviembre de cada año es el Día de los Difuntos para los pueblos andinos del noroeste, quienes realizan celebraciones muy íntimas y familiares que sólo comparten con aquellos a quienes la casualidad -si es que se cree en ella- llevó ese día hasta la soledad de las alturas.
Allí se preservan ritos y costumbres tan enraizados como desconocidos. Una región con muchas festividades para soltar las alegrías concebidas en el silencio de cerros y quebradas.
Para estos pueblos ese día es para el regocijo íntimo y familiar, el recuerdo profundo pero sin lágrimas y la dádiva convertida en comida y tabaco.
Sobre este día tan especial y recoleto los preparativos llevan mucho tiempo y casi siempre comienzan cuando se hace la chicha, de maíz o de maní, según el gusto del difunto. También la comida que se prepara es la que era más grata a su boca; a veces el picante de panza, otras el asado con mote, y siempre los dulces.
Ofrendas y comida
Para ese día las mujeres cocinan bollos con forma de animales, de figuras humanas, de cruces y de escaleras. La escalera es para ayudar al muertito a bajar a la tierra, según dichos de los pobladores.
Se cree que ese día el cielo se abre para que bajen las almas. Y para recibirlas hay flores, velas, ofrendas y comida que las madrinas y los padrinos acomodan en el altar que arman en la víspera, al mediodía, y que quedará así hasta el mediodía que está llegando, cuentan.
En el cementerio la familia "enflora" la cruz y regresa a la casa para comer los manjares predilectos del difunto, a fumar su tabaco preferido y a tomar la chicha. Recién entonces pueden despachar al alma hasta el otro año.