| | El cazador oculto: El destino de los mediáticos
| Ricardo Luque / La Capital
Pablo Echarri conoce el juego; el padre Grassi, también. Ambos lo juegan bien y desde hace tiempo. Uno lo aprendió actuando en telenovelas, el otro, en programas de entretenimiento. Uno, el más joven, buscaba la forma de hacerse de unos pesos honradamente y sin esfuerzo; el otro también quería dinero y tampoco quería esforzarse, y así fue como, bajo el manto sagrado de la religión, sedujo a los ricos y famosos para que lo ayudaran a realizar su obra. Para conseguir lo que querían apelaron a sus virtudes y se cuidaron bien de ocultar sus defectos. Una regla de oro que propios y extraños deben cumplir si quieren triunfar en el planeta mediático. Y tanto el actor como el sacerdote triunfaron y poquito a poco aprendieron a jugar el juego que mejor juegan y más les gusta. Un día se levantaron de la cama y, cara a cara con el espejo, se dieron cuenta, como el bueno de Gregorio Samsa, de que eran unos auténticos "bichos mediáticos". Ser lo que eran les gustó, el pibe de barrio dejó a su novia de toda la vida, puso un bar en Buzios y se enredó con una estrellita de la tele recién casada y con un hijo; el cura dio rienda suelta a su deseo y puso manos a la obra para edificar su propia Babel, un albergue para niños de la calle que Susana Giménez vislumbró tan lujoso como un hotel cinco estrellas. Ambos sucumbieron, en mayor o en menor medida, al encantamiento de la serpiente vil de la fama. Cayeron en la trampa. Y, a pesar de conocer tan bien como el mejor su geografía, no pudieron evitar perderse en la desmesura del planeta mediático. Porque si hay un mundo voraz e incontenible, ése es el mundo de la televisión. Porque, quien lo duda, la televisión da, pero también quita. El actor sufrió el asedio periodístico de la peor de las castas mediáticas, la nación movilera, que sitió su casa y se regodeó exhibiendo el dolor que sentía por el secuestro de su padre. El cura, que había disfrutado las mieles del establishment televisivo, tuvo que sentarse en el banquillo de los acusados ante el tribunal más implacable y cruel de la Argentina postmenemista: el juicio de los medios. Ambos, pese a su experiencia, fueron triturados por la máquina del rating.
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