Año CXXXV
 Nº 49.644
Rosario,
domingo  27 de
octubre de 2002
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Familias emprendedoras. La ciudad alberga una cantera de oficios
Creadores de habanos, pools y zapatos quieren lanzarse al mundo
La devaluación abrió oportunidades para pequeñas unidades productivas. Advierten que no es fácil

Daniel Leñini / La Capital

"Este es un puro de competencia internacional, absolutamente hecho a mano", asegura Leonardo Eguia. "No somos Cohiba, Corona, Partagás o Montecristo, pero tenemos ganas". Imparable en el discurso, uno adivina enseguida que Eguia es un hombre con asfalto. A un lado su esposa, Isidora Rodríguez Acosta, continúa el oficio que aprendió a los 11 años en su natal Paraguay: armar cigarros. Isidora es -en el mundo de los habanos- oficial capera y como tal dirige el plantel de Baleroa, la marca nacida en Rosario. "Estábamos entre los 1.500 y 2.000 habanos por mes pero últimamente pisamos los 6.000", dice Eguia. "Nuestro mercado son las estaciones de servicio, bingos, casinos, cigarrerías y empresas; ya entramos en Mar del Plata, Miramar, Necochea, Azul, Tandil, Capital y Santa Fe además de Rosario".
Como Eguia y esposa, otros 50 rosarinos al frente de microemprendimientos figuran en los listados que manejan las unidades de negocios dedicadas a la exportación. El Enapro (Ente Provincial Puerto Rosario), por ejemplo, contiene los datos de emprendedores con ganas de vender al exterior juegos de mesa, carne y cuero de liebre, hierbas medicinales y aromáticas, pizarras, blanco de hogar, tejas coloniales, hongos comestibles, juguetes de madera, caracoles para consumo humano y hasta zapatos para travestis.
"La mente del argentino es brillante -exagera Eguia-, lástima los gobernantes".
El recoveco de un patio cercano a bulevar Seguí y Presidente Roca les sirvió a María Isabel Calvo y Sally Russo para armar jaulas de caracoles. El lugar, cerrado, medio sombrío, es dominado por la humedad y temperatura constantes regidas por raros aparatos. "Los caracoles son muy delicados y en una cría intensiva como ésta los riesgos son tremendos; empiezan de a uno y se pueden morir todos. Además, para crecer tardan un año", apuntan.
María Isabel cuenta que "por ser hija de catalanes toda la vida comí caracoles". Ahora, ya madre de tres hijos, dice pensar lo mismo que en la infancia: "Son muy sabrosos, una carne sin grasa, de alto contenido en calcio y además buenos para curar la gastritis. Van a la olla vivos, con caparazón y todo; mi salsa preferida lleva cebolla, tomate, panceta; es bien española".
En los súper el medio kilo de caracol congelado ronda los cinco pesos; familias que los prefieren vivos pagan más o menos lo mismo a los criaderos que ya deben superar los 15 en toda la ciudad.
"La gente los mata, pisotea, los cree muy dañinos para el jardín", dice Sally. "En realidad desconoce que en Europa son sumamente apreciados; los franceses cobran más por el plato de caracol que el caviar, con seis o siete animalitos, no más".
Luis Cobelli no es de Rosario. Supo conducir en Arroyo Seco una fábrica de calzados que llegó a sumar 34 empleados de los que hoy no queda ninguno. Reconoce que algo más que la convertibilidad conspiró contra la empresa pero no se va en detalles. Desde aquellos días que quedó solo en la tarea de armar zapatos, sostiene un coqueto negocio al público con su esposa. Ni los propios vecinos de Cobelli saben que lleva vendidas decenas de pares para travestis en la zona roja de Capital Federal. Y que se anotó para exportarlos a Roma (Italia) y San Pablo (Brasil) pensando "en los más de 500 mil travestis" que, según dice, alberga cada capital.
"¡Yo prácticamente nací con un zapato en la mano, mi padre era un artesano, y por eso encontré la clave, alcancé la horma!", exclama ante los ojos impávidos del cronista, que suponía la cuestión mucho más simple. Cobelli asegura que resulta alcanzar el calce apropiado: "Se trata del pie de un hombre, número 42 o 43, en un zapato de mujer; es muy complicado, por eso no lo fabrican", asegura.
Ilustra también que los travestis son "más glamorosos, más sofisticados" que el común de las mujeres, razón por la cual los modelos "combinan más apliques y estrás". Muestra Cobelli un catálogo italiano con zuecos, sandalias y botas orillando los 1.000, 1.200 euros (unos 4.000 pesos argentinos) y se lamenta del desprestigio argentino en manufacturas de exportación.
"Estamos mal conceptuados por la viveza criolla", dice. "Del país salieron paraguas sin tela, alambres de púa sin púas; fuimos un desastre", finaliza.
Alberto Aguirre, ex empleado de Ferrocarriles, admite que fueron los 11 años en la entonces empresa nacional los que le incorporaron los conocimientos que aplicó luego en la fabricación de juguetes. Muestra antiguas lanchas a pila y piletas de natación armadas junto a su socio Antonio Di Lorenzo. "Eso hasta Martínez de Hoz, porque luego la importación nos mató. Yo salí a manejar un taxi".
Fue arriba del volante donde se le despertó otra experiencia. "Veía que mis compañeros se desesperaban por jugar al pool entonces se me ocurrió fabricar los pools chiquititos, para usar en casa. Fueron un éxito: llegué a vender 2.000 por mes en los años 81 y 82. Tenía 12 empleados".
¿Después? "Después vinieron los metegol, primero en fundición de aluminio, bien pesados, y luego de madera, con trabajo de carpintería del que se encarga mi yerno".
"El pico mayor de venta fue en el año 91, 92, en que vendía 1.000 metegoles por mes -señala-. Había algo irreal, que no me cerraba y que hablaba con mi hija: cómo puede ser que a la gente le vaya mal y nosotros vendamos tan bien. Al tiempo descubrí que era un mercado mentiroso, muchos trabajadores que, despedidos y con la indemnización, ponían kioscos con metegol. Cuando se paró la venta fue de golpe".
Después, ya sin empleados, la familia siguió con los metegol de chapa (de 30, 40 pesos para ajustarse a las posibilidades del mercado), las mesas de ping pong y una reedición del antiguo sapo en dos versiones: de chapa y de madera, ambas con fundición en bronce (la boca del sapo) de la que se encarga otro artesano al que tercerizan.
"Mesas de ping-pong los chilenos me pidieron 1.000, ¿pero cómo las fabrico en un país sin crédito, inestable y con tantos clavos que uno sabe nunca va a cobrar? Les respondí que se busquen a otro proveedor, que no puedo fabricar en serie".
"En cuanto al sapo -aclara-, no es negocio; empecé a fabricarlo porque era el juego de mi niñez", recuerda tiernamente Aguirre, que de sapos la Argentina, asegura, lo obligó a tragarse unos cuantos.



Marta muestra los modelos exclusivos de número 43. (Foto: José Granata)
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