| | Reflexiones El mundo de los hombres
| Eduardo Harotecglen (*)
Ronaldo, Josemaría, Lula: tres nombres en las primeras páginas. Durante algún tiempo creí que saldríamos de la vida de los nombres propios para entrar en la de todos. No: seguimos en el monoteísmo que se aplica al fútbol, al Vaticano o a unas elecciones. Aprendimos a vivir así: hasta entrado el siglo pasado no se entró en la Historia que salía de los nombres propios para incluirlos en los grandes movimientos populares, de las circunstancias económicas, de las apariciones de nuevos pensamientos. No ha cundido mucho. Es cierto que algunas personas utilizamos los nombres propios para hacer referencia a una época: Franco, Stalin, Hitler. Ah, pero cito sólo a dictadores: Churchill, Roosevelt, fueron los nombres de la democracia. Y quedaron inscriptos en la memoria ciertos sombreros, puros, capas aireadas: incluso bellos discursos. Hubo aquel de Churchill dibujando un mundo mejor empleando sólo monosílabos, como sólo puede hacerse en un inglés puro, sajón. Desgraciadamente, no se cumplió aquella promesa de libertad. Es curioso que los nombres en los partidos monoteístas sean fuentes de doctrina, como Aznar sucesor de Fraga; hay un poco más de movimiento en el que fue colectivo -socialista: de la colectividad; obrero, de la masa trabajadora-, que salta de Felipe a Zapatero haciendo dos o tres paradas en medio; y es por eso acusado de inseguridad, de inestabilidad. Lo estable es el hombre único. Bush o Blair. O de los malos: Milosevic o Sadam, acusados de ser el mismo demonio; lo cual no deja de ser otro monoteísmo porque Diablo, como madre, no hay más que uno. Hay un par de nombres insignificantes en alguna primera página que salen de pronto: el de Bertrand Delanoë y el de quien quiso matarlo, Azedine Berkane. El alcalde tuvo una gloria en sus elecciones: París votó a la izquierda. El informático islámico lo quiso matar de una cuchillada porque odia "a los políticos y a los homosexuales": inmediatamente uno descubre al loco, pero no otra cosa decía Franco (repito, la colectividad a la que llamamos Franco), y los castigaban y mataban. Puede que también estuvieran locos; pero en Franco se vio un asesino, un dictador de la calaña de los exterminadores, pero nunca se vio a un loco. (*) El Pais - Madrid
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