El espíritu triunfalista que cobijó el Luna Park durante el hito voleibolístico del 82 sobrevuela el ambiente del mítico estadio e insinúa revivir 20 años después, con la vigencia de Hugo Conte y la presencia de un equipo que generó un profundo sentido de pertenencia celeste y blanco. Resulta emocionante observar cómo esa gente, ávida de festejos, busca su revancha personal en el deporte y clama a viva voz por una victoria que permita alzar las banderas. En ese grito histérico, estremecedor, frenético, se condensan un cúmulo de sensaciones: la emoción de los adultos, la energía de los adolescentes del target predominante y la ilusión de los chicos. Entonces todo es una fiesta, o una causa nacional con un fuerte deseo de victoria para sentir que el país está de pie por el esfuerzo de todos. Porque los hinchas también juegan. Y lo hacen sentir con el aliento, con los bombos, con las cábalas que ya se tornan indisimulables después de tres días seguidos de éxitos en los resultados. Los jugadores responden con el corazón y crean una conexión desconocida para un deporte minoritario. Pero la simbiosis pasa por otro lugar, alejado de los matices propios de la actividad. Es una representación popular en búsqueda de la felicidad y con la esperanza de cristalizar sueños truncos acumulados. Y a medida que Argentina gana y avanza en el campeonato es irremediable pensar en repetir una histórica actuación de dos décadas atrás. Aquel tercer puesto de 1982 parece un poco lejano, pero no es imposible de emular al considerar la homogénea sociedad que forman el cuerpo técnico, los jugadores y el público. Esa comunión tuvo una influencia decisiva en la clasificación hacia cuartos y promete ser aún más férrea en la recta final del Mundial. Porque los hinchas y jugadores están unidos por un fuerte lazo celeste y blanco. Ese con el que anhelan atrapar el instante de gloria tan imaginado. (Télam)
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