Año CXXXV
 Nº 49.619
Rosario,
miércoles  02 de
octubre de 2002
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Sentencia por el caso Melmann
Los ojos de Natalia y la ciudad de los policías
El crimen de la chica de Miramar revela el control del espacio público de violentos que se nutren del Estado

FERNANDO MURAT
Hay dos imágenes en los extremos del caso Melmann. En la primera, un hombre abre los brazos y grita en medio de un pinar que nadie toque el cadáver de su hija: tiene ante sí un cuerpo de 15 años saturado de violencia. En la segunda, un tribunal le define un marco jurídico a lo que se supo desde el principio en Miramar: por lo menos tres policías, en complicidad con un ex convicto, violaron y mataron a Natalia Melmann el 4 de febrero de 2001.
Lo que hay entre una imagen y otra es un juego mecánico, contrastivo, disolvente, de alianza y escisión entre ley, aparato legal y policial, y justicia. Se trata de una historia reconocible para los argentinos: una posición de dominio del espacio público por parte de grupos que se alimentan de la estructura estatal y una lucha por afuera de las estructuras del Estado para encontrarle una verdad al delito. La tarea que llevó adelante Gustavo Melmann se movió, precisamente, en esos niveles. Quedó parado frente al crimen de su hija en una ciudad donde se había disuelto la legalidad y se movió por afuera de los instrumentos del Estado pesquisando lo ocurrido. Esa información fue escuchada por la Legislatura y canalizada por la investigación fiscal: cada vez que en la Argentina se unen ley y justicia lo hacen por afuera del Estado, para poder mostrar que es allí, en el Estado, donde se roba y se mata.
La acusación apuntó en sus alegatos a la sistematización del delito en Miramar y a la responsabilidad de funcionarios policiales y municipales. No sólo probó una verdadera burocratización del delito en la comisaría de la ciudad sino también una red que absorbía relaciones familiares, políticas, vecinales y comerciales.
Entre "robar para robar", "matar para robar" y "matar para matar" puede haber graduaciones de perversión, pero básicamente hay un ensanchamiento de los márgenes de impunidad. Y hubo un momento en que los límites de la impunidad coincidieron con los límites de Miramar: fue el momento en que ocurrió la tragedia.
Porque lo que probó la acusación, y por eso se pidió la apertura de causas paralelas (por ejemplo, contra el ex comisario Carlos Grillo) es que en Miramar el delito se expandió y normatizó desde el interior de la estructura policial y gobernó junto al temor y la intimidación a la población.
Sólo así puede traducirse a esquemas de racionalidad la estrategia anárquica de encubrimiento y complicidad en que incurrieron los efectivos policiales. Es decir: desde el desvío avieso de la búsqueda del cuerpo de Natalia, en adelante, los policías no comprendieron que el ensanchamiento de la impunidad y la burocratización del delito no podía traspasar la dinámica del sistema cerrado de Miramar.

Punto de inflexión
Por eso el juicio es un punto límite de inflexión para la organización institucional de Miramar y por eso no es banal que el abogado Julio Razona haya dicho en la acusación que asumía, ante el tribunal, la voz de auxilio de Natalia. Porque se trató de eso: de escuchar lo que la voz de Natalia no podía contar, para darle a esa voz una posición y un sentido, y unir, en esa voz, ley y justicia. No sólo para saber lo que pasó con la joven, sino para entender cómo, por qué y para qué ese "par" había sido disuelto en la fragua de la violencia institucional.
Sólo cuando navega en el humo de un absoluto de la impunidad, alguien puede imaginar que los testigos ven pero no hablan, que los peritos investigan pero no cuentan, que las certezas del saber científico pueden ser desarmadas con versiones inverosímiles y coartadas familiares.
Los testigos que vieron, hablaron, y los peritos ratificaron las formas variadas y múltiples en que el cuerpo de Natalia les permitió saber qué había pasado. Y esto es clave para el futuro de Miramar, porque por primera vez el delito se tornó visible y judiciable, y el silencio se tradujo primero en la furia desordenada que apedreó la comisaría y luego en la letra de la sentencia.
Porque, en definitiva, la sentencia tiene un valor discursivo que pone fin a la proliferación de las versiones. Sin su par, que es la sentencia, el delito se anarquiza, se disuelve en versiones, multiplica sus relatos, y volatiliza sus lazos con la verdad.
Cuando esto sucede, es porque el Estado ha cedido su posición. Y eso es ceder su zona de regulación y administración de la ley y la justicia; ceder el instrumental de ejercicio de ese poder y desterrarlo a un uso preestatal. Pasó eso en Catamarca con María Soledad Morales, en Avellaneda con Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, y en la Capital con Ezequiel Demonty.
En las alucinaciones de los policías que secuestraron, torturaron, violaron y mataron a Natalia, en su universo mínimo, se cobijó el delirio del silencio absoluto y la impunidad infinita. La sentencia no sólo ritualiza en la verdad y la impugnación el horror del delito, y entonces castiga y repara; muestra que el delito fue posible allí donde el Estado resignó su posición. No sólo donde el Estado faltó, sino donde se presentó mixturado con lo que debe castigar. A esa desolación, a ese vacío, nos reenvían los ojos de Natalia. Para no olvidarlos. Nunca más. (DyN)


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