 |  | Reflexiones El adiós al amigo
 | Fernando Toloza / La Capital
Conocí a Raúl Gardelli en 1994. Por esa época yo era corrector de pruebas y Gardelli solía traer los originales de sus colaboraciones sobre el mediodía, una hora tranquila para los correctores, donde se podía charlar. Los que sabían se detenían ante la llegada del hombre mayor, amable, culto y pícaro, para cambiar algunas palabras y bromas. No era mi caso, ingresado hacía poco al mundo del periodismo, pero sin embargo un día me detuve porque Gardelli volvió a mitad de la tarde con unos cambios y para salvar unos errores que había advertido. Hablamos de libros y desde entonces podría decir que nos hicimos amigos, aunque yo sentía que faltaba un poco en la balanza de toma y daca que es la amistad, porque me había enterado de la importancia de Gardelli en el periodismo de Rosario y sentía la modestia de mi trabajo, y además porque Gardelli tenía amigos ilustres, algo de lo que yo nunca pude ni podré jactarme. Gardelli había sido, entre tantas otras cosas, jefe de Redacción de La Capital y se detenía a hablar con el integrante más nuevo, por esos años, de una sección considerada menor. A mí me llamaba la atención su estilo que, a veces, pensé un poco anticuado por el uso del plural mayestático. Es decir, Gardelli no usaba el yo para hablar de sí mismo, prefería el "nosotros". Mucho después entendí que eso que yo veía como anticuado era una decisión de resultados impensados por mí: Gardelli buscaba una comunión con el lector y a la vez planteaba que toda persona es un manojo de voces y sentimientos enfrentados. Entonces qué mejor que usar el nosotros para expresarse y hallar la complicidad con el lector, un poco en la forma humilde y emotiva de los ensayos de Montaigne. Su mirada sobre Rosario, sus usos y costumbres, era aguda y laberíntica, y con su muerte la ciudad pierde a uno de sus testigos esenciales que, con discreción, se animó también a ser protagonista en tanto escritor. Escritor sin gran popularidad más allá del medio gráfico, escritor secreto no en lo periodístico pero sí en el libro que, como uno más de sus misterios, se inició tarde en la publicación, con "El árbol, el yermo y los libros", a la edad de casi 50 años, pero lo hizo con un estilo singular, inimitable. La semana pasada me llamó por teléfono. Me dijo que se estaba yendo. Tonta e insensiblemente le dije que lo iba a ver esta semana, pero el tiempo y la enfermedad fueron implacables y se llevaron la posibilidad de esa conversación que, seguramente, iba a ser la última. Dueño de una cultura extraña, entre lo regional y lo universal, la imagen que lo seguirá definiendo para siempre es haber leído a Borges por primera vez en el reverso de una caja de fósforo, cuando era un niño. Esa magia de saber encontrar en lo efímero un destello de belleza y emoción es, creo, su mejor herencia.
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