Las tragedias de Sófocles son obras clásicas de la antigüedad griega donde los personajes puestos en escena, se ven enfrentados a conflictos que desembocan en un desenlace funesto y terrible, presentido desde el inicio pero que nadie puede impedir.
Esta es una buena descripción de lo que está a punto de sucedernos si, en los próximos días, el gobierno argentino incumple sus compromisos con los organismos multilaterales de crédito y se resiste llegar a un acuerdo con el FMI para impedir el default que nos expulsará del mundo civilizado por largo tiempo. Por obra y gracia de una clase política necia y deshonesta, la Argentina está viviendo el acto final de una colosal tragedia, que no se representa en el escenario de un teatro sino en la vida, el honor y la fortuna de todo el pueblo.
Parece mentira pero el director ejecutivo del FMI, en una carta personal dirigida al presidente Eduardo Duhalde, le propuso esta semana firmar un acuerdo de transición para que el drama que nos envuelve desde hace tiempo, no concluya mal.
Horst Köhler llegó a flexibilizar de tal modo las exigencias que sólo le pidió cumplir con cuatro condiciones, perfectamente racionales y compatibles con nuestros intereses. Ellas son:
1) Un prudente programa de emisión monetaria para asegurar estabilidad de precios con el fin de no perjudicar con inflación a la población argentina. Dicho programa debería tener en cuenta la liberación de los depósitos reprogramados y la estabilidad del sistema bancario.
2) El control de los gastos públicos mediante la ratificación de los acuerdos bilaterales entre las provincias y el gobierno federal, tendiente a impedir desbordes presupuestarios en las grandes provincias, especialmente en la de Buenos Aires. Este control no sería un obstáculo para acordar con el Banco Mundial el financiamiento del programa "Jefas y jefes de hogar", como así también para fortalecer la red de seguridad social.
3) Poner freno, quizás con el veto presidencial, a los desvaríos del Parlamento nacional que pretende sancionar leyes demagógicas e irresponsables que afectan las áreas clave de la economía argentina como la estabilidad monetaria, la moderación fiscal y la seguridad jurídica.
4) El establecimiento de un marco razonable para la reforma de las tarifas de servicios públicos tendiente a impedir la descapitalización de las empresas y garantizar la continuidad de un suministro sin cortes.
Hasta tal punto la carta personal del director ejecutivo del FMI demuestra delicadeza y comprensión que textualmente concluye con este párrafo: "Señor presidente, los temas contenidos en esta carta tienen la más alta prioridad y urgencia para mí. Si desea mayores precisiones, estoy dispuesto a tratarlas extensamente con usted por teléfono. También estoy dispuesto a considerar cualquier otra medida que pudiera ayudar a consolidar los progresos recientes y llevar al proceso en curso hacia una conclusión exitosa. Quedo a la espera de su pronta respuesta. Atentamente. Horst Köhler". Nunca hubo respuesta y así se escribió una escena más de la tragedia argentina.
El origen de nuestros males
Las cosas no suceden así porque sí, ni por manifestación del azar o voluntad de los dioses. Ocurren como consecuencia de que los actos públicos, decididos por el libre albedrío de los gobernantes, y terminan inexorablemente mal cuando la voluntad de los políticos no está gobernada por la razón sino por el ansia de poder, los intereses espurios o el capricho ideológico.
Y entonces no se trata de reinventar la pólvora sino de advertir con total claridad que, invariablemente, todo lo que nos está ocurriendo sucede porque no hemos sabido poner límites al Estado. El Estado argentino ha sido tomado por asalto por ciertos individuos que sólo lo utilizan en provecho propio. Con la reforma constitucional de 1994 cerraron la política y reemplazaron la soberanía del pueblo por la de los partidos. Manipularon los mecanismos de selección de candidatos impidiendo que alguna persona independiente pueda aspirar a cargo electivo por fuera de las estructuras partidarias.
Bastardearon la cultura nacional con festivales hiperacúsicos, espectáculos bailanteros y la permisividad de programas televisivos que denigran los valores morales sobre los que se forjan los pueblos vigorosos. Corrompieron la comunicación social entre el pueblo y gobernantes con engaños y operaciones artificiosamente revestidas de asistencialismo social.
Se apropiaron de los fondos públicos, votaron leyes bajo sospechas de sobornos, presentaron proyectos legislativos para lucrar con privilegios otorgados a unos pocos. Así consiguieron vivir opíparamente a costa del resto de la sociedad, acumulando, en cada presupuesto, verdaderas montañas de gastos inútiles, de estériles debates parlamentarios, de inútiles asesores y de familiares acomodados en cuanto cargo encuentran.
En el poder sin límites del Estado para gastar y financiar sus gastos, apropiándose de los recursos ajenos, se encuentra el origen de la tragedia argentina. Y uno de los mitos más perversos, que nos ha llevado a la miseria que hoy exhibimos, es la extraviada idea de que "el Estado no puede quebrar nunca". Recién ahora, después del bullicioso default de Adolfo Rodríguez Saá, festejado por el plenario de diputados y senadores, y después del inminente default de Eduardo Duhalde, expresado en la soledad del cargo, comprendemos cabalmente que el Estado sí puede quebrar.
Si no es así, que lo digan las multitudes lideradas por Nito Artaza que reclaman el respeto al derecho de propiedad privada y la devolución de los ahorros confiados a los bancos bajo una ley que prometía la intangibilidad de los depósitos y la garantía de que no se cambiarían dólares por pesos inconvertibles ni por Boden o Cedros subvaluados. Nosotros, los argentinos, estamos demostrando al mundo entero que el Estado sí puede quebrar y cuando lo hace sin estar contenido por límites estrictos, destruye a todo el país.
Cuándo empezó todo
Pero, ¿de dónde salió la idea de que el Estado no puede quebrar?, criterio que para algunos constituye una especie de verdad revelada contra la cual no hay posibilidad de prueba en contrario.
La idea surgió el 25 de junio de 1946, en el decreto 15.349/46 que incorporó dentro de nuestros principios legales la cláusula de que las Sociedades de Economía Mixta en las que el Estado era accionista no podrán ser declaradas en quiebra ni tampoco convocar a sus acreedores o iniciar el juicio del concordato preventivo. Además, sus administradores no podían ser enjuiciados porque no asumen ninguna responsabilidad civil o comercial por sus actos si demuestran que han obrado siguiendo las instrucciones del Estado.
Es decir que desde 1946 el Estado se ha asegurado total impunidad y apropiado del derecho a cubrir cualquier déficit tomando el dinero necesario de la sociedad. Este decreto fue ratificado por la ley 12.962, ampliado en la reforma constitucional de 1949 y permitió sancionar todas las leyes que establecieron el régimen de las empresas del Estado.
Con estos principios jurídicos, Argentina se embarcó en la creación de un Estado totalitario mediante la estatización de los servicios públicos, la constitución de monopolios en manos del Estado y el predominio del intervencionismo estatal en las actividades económicas y sociales. Allí está el origen de nuestros males. El Estado, desde 1946 a la fecha, no tiene límites y utiliza su poder para aplicar impuestos sobre la renta, el capital, los consumos, el comercio exterior, los bienes personales no productivos, los movimientos bancarios y hasta las rentas presuntas.
Como el Estado no tiene límites, también ha utilizado su poder para endeudarse y endosar a toda la sociedad el pago de sus compromisos, obrando como un parásito que succiona la riqueza de las actividades económicas privadas. El poder del gobierno para endeudarse es la llave que nos abrió la puerta de la tragedia a la que hoy llegamos. Como el Estado no tiene límites y no está sujeto a ninguna cláusula de bancarrota cuando incumple sus pagos, ha utilizado todo su poder para crear dinero, empapelando el país con esas tiras mal impresas de bonos provinciales que llegan a 9.150 millones, y para emitir esa enorme cifra de títulos públicos que hoy nos avergüenzan ante todos los inversores por la declaración de un doloroso default que significará nuestra exclusión del mundo civilizado por un tiempo prolongado. Frente a estos acontecimientos no hay otra reacción posible más que la de exigir por todos los medios lícitos y razonables que se limiten los poderes del Estado para producirnos daños irreparables antes de que sea demasiado tarde.