No es posible visitar la isla chilena de Chiloé sin volver encantado por su belleza. El lugar se caracteriza por la naturaleza exuberante, amables pobladores, delicias gastronómicas a base de pescado y un patrimonio de 150 iglesias y capillas construidas por misioneros jesuítas durante los siglos XVIII y XIX, declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Chiloé es la segunda isla más grande de América del Sur, después de Tierra del Fuego, con una extensión de 180 kilómetros de norte a sur. La cordillera de la costa la recorre en toda su extensión, creando dos ambientes totalmente distintos. De cara al continente, el territorio goza de un microclima que permite el asentamiento humano y el desarrollo de la actividad agrícola.
El pueblo de tradición marina construyó gran parte de sus casas sobre palafitos, pilares de madera que sostienen las viviendas sobre las aguas. Estas construcciones, junto a las artesanías en lana, constituyen uno de los emblemas de la isla.
En el mar interior, entre la isla y el continente, aparecen pequeñas islas separadas por canales que se pueden recorrer en bote o kayak. Algunas se encuentran tan unidas que, durante la marea baja, es posible pasar de una a otra caminando.
Los principales centros urbanos de la isla son Castro, Ancud y Quellón, puntos de partida para organizar excursiones de aventura, tours en bicicleta, salidas de pesca, travesías marítimas y avistaje de flora y fauna.
Las costas de Chiloé, del este y el oeste, están separadas por los desgastados cerros de la cordillera de la costa y forman dos mundos totalmente distintos. Hacia el oeste domina un paisaje nativo de playas, dunas y selva lluviosa templada, con grandes extensiones de tierra protegida.
Mientras que al este se sitúan las islas del archipiélago de Chiloé, resguardado de las lluvias del Pacífico, donde en cada sector de tierra arable se cultiva y se practica la pesca artesanal.
Historia de aislamiento
La historia humana y geográfica de Chile está repleta de acontecimientos de aislamiento y la isla de Chiloé no es ajena a estos episodios. Aislada de la emergente colonia de Chile central por un vasto territorio de bosques impenetrables y la radicación de los indios mapuches, los habitantes de Chiloé dependían directamente del Virreynato de Lima para obtener provisiones. Un barco llegaba, con suerte, una vez al año, ofreciendo bienes manufacturados y alimentos que no estaban disponibles en la isla. A cambio los lugareños ofrecían sus mercancías por pocas monedas.
Con el correr de los años la población española se mezcló con la nativa y todos aprendieron a sobrevivir con los limitados recursos del mar, el bosque y la tierra. Mientras tanto, la orden jesuita se dedicó especialmente a este rincón del planeta, construyendo colegios y más de doscientas iglesias de madera, nueve de las cuales están protegidas como monumentos.
Destacada por los mariscos, las artesanías y la calidez de su gente, nadie abandona Chiloé sin escuchar los relatos mitológicos que los propios lugareños se encargan de transmitir a los visitantes. Son atrapantes historias de monstruos marinos y barcos fantasmas que le otorgan a la isla una cuota de misterio, justo allí donde las olas del Pacífico no se cansan de tronar contra la costa.