La historia, que es maestra de la vida, resulta particularmente ilustrativa para nuestra ultrajada patria cuando relata cómo ocurrió la revolución francesa. Francia estaba gobernada por Luis XVI, un monarca absoluto, casado con la archiduquesa María Antonieta de Austria. A pesar de su rancio abolengo, Luis XVI tenía bastante sensibilidad por las reivindicaciones sociales y apoyó con dinero, armas y diplomacia a Benjamín Franklin y George Washington en su lucha contra los ingleses para declarar la independencia americana.
Sin embargo no podía remediar los problemas internos. La situación económica en Francia se agravaba día tras día: el hambre y la miseria se extendían en todo el reino porque una corte dispendiosa requería cada vez más dinero. Los ministros eran incapaces de aplicar las reformas que el pueblo francés reclamaba.
Muchos estaban comprometidos en negociados con las compañías designadas "manufactures privilégiés" a las que eximían de impuestos y concedían derechos de monopolio. La crisis fue subiendo de tono, desembocó en cacerolazos y disturbios callejeros hasta que se convocaron los Estados Generales y luego una asamblea constituyente.
El rey fue obligado a jurar la nueva constitución pero intentó huir para frenar las reformas políticas y se hizo impopular. Fue tomado prisionero y condenado a muerte junto con su esposa. Cuando -descamisado y sobre una carreta- era llevado a la guillotina, Luis XVI repetía incesantemente y acongojado: "¿Cómo no lo vi venir?"... pero ya era demasiado tarde.
Al borde de la cornisa
Pues bien, ésta puede ser exactamente la misma circunstancia que se presenta hoy a muchos dirigentes que ocupan los primeros puestos en los tres poderes del Estado. Ellos son responsables de una actitud internacional que, cansada de las artimañas de los políticos locales, acaba de anunciar que Argentina tendrá que arreglárselas sola si persiste en su indisciplina económica, si sigue sancionando leyes aberrantes, si juega con seguir gastando más dinero del que recauda, si no negocia ningún arreglo con los acreedores internacionales o incumple con los pagos a los organismos internacionales de crédito.
En lo que resta del año nuestros compromisos con ellos suman 2.536 millones de dólares que se discriminan así: 423 millones al Fondo Monetario Internacional (FMI), 997 millones al BID y 1.116 millones al Banco Mundial. Para el próximo año, esta cifra se duplica y sube a 5.535 millones de dólares. Sólo podrán renovarse por doce meses mediante un crédito "roll over", que sólo se logra si se llega a un acuerdo con el FMI y se demuestra una autoridad política capaz de firmar y cumplir convenios.
Pero si este acuerdo no se alcanza, ya sea por ineptitud del actual gobierno, por sabotaje de los legisladores o por cálculo deliberado de la Corte Suprema para salvar sus cargos, entonces nos quedan dos caminos igualmente fatales: 1º) echar mano de las reservas para cancelar los compromisos a medida que vayan venciendo ó 2º) incumplir los pagos, guardando las reservas como último recurso estratégico.
Anne Krueger, número dos del FMI, se animó a decir que “los políticos argentinos, en contraste con los brasileños, todavía no han armado un plan de medidas económicas que creamos puedan cumplir”. Esta enérgica funcionaria también declaró que "si no se llega a un acuerdo inmediato, la Argentina tendrá que pagar con sus reservas las obligaciones con los organismos multilaterales de crédito o se desconectarán del mundo más de lo que ya están y deberán soportar fuertes castigos de la comunidad internacional”.
Finalmente, Anne Krueger terminó su filípica diciendo “yo no creo que ningún pueblo del mundo quiera soportar la clase de dificultades que vive hoy la Argentina. En algún momento, en un futuro no muy lejano, se producirá el consenso necesario para poner en práctica las políticas económicas que permitan que la Argentina restablezca rápidamente sus niveles de vida y reinicie el crecimiento económico".
El dilema de hierro
El dilema es una situación crítica que se presenta cuando alguien tiene que decidir entre dos cosas igualmente malas. Hoy por hoy, el dilema que enfrentan tanto el gobierno de Duhalde como los precandidatos presidenciales es muy claro: pagar los próximos vencimientos de la deuda con los organismos internacionales con reservas del Banco Central o entrar en default y ser penados con la suspensión del FMI, el Banco Mundial y el BID, aniquilando para los próximos cuatro años toda posibilidad de obtener créditos y condenando a cualquier organismo público o empresa privada argentina a encontrar cerradas todas las puertas del mercado internacional de capitales.
Si dejamos de pagar podremos conservar por un tiempo la masa de reservas que se elevan a 9.450 millones de dólares, de los cuales sólo cuatro mil millones son propios y los demás prestados por los mismos organismos que nos reclaman el pago.
De esa manera se podría controlar el valor del dólar a corto plazo dejando un buen colchón al próximo gobierno, pero se corre el grave riesgo de ser expulsados de la comunidad mundial formando parte del indeseable club de países desvinculados del FMI y cuya mención nos hace correr frío por la espalda: Afganistán, Congo, Iraq, Liberia, Somalia y Sudán.
Esta alternativa significa crudamente el adiós de la Argentina culta, eligiendo quizás para siempre, el destino de los países incivilizados regidos por instintos y dominados por tiranuelos que se sostienen con sanguinarias bandas de secuaces.
Si se utilizan las reservas para pagar las deudas a su vencimiento, las arcas del Banco Central comenzarán a vaciarse de dólares. Los exportadores se abstendrán de ingresar nuevas divisas y habrá una irresistible disparada al dólar, reiniciándose casi de inmediato el ciclo de la hiperinflación que ya transitamos con Alfonsín en 1989 y Menem antes de la convertibilidad.
No tenemos a mano otra solución más que hacer los deberes de una vez por todas y comenzar a firmar el acuerdo con el FMI. Por lo tanto, vivir sin el FMI es el escenario más idiota y nefasto que la clase política local pueda elegir.
Qué puede hacerse
Frente a estos escenarios tan dramáticos, ¿qué puede hacer un gobierno tan confundido y débil como el de Duhalde? Muchas cosas. La primera y más sensata consiste en acelerar la convocatoria a elecciones y dejar el poder cuanto antes para que un nuevo presidente sea quien asuma las obligaciones y los compromisos que el país deberá cumplir.
Pero por sobre todo, Duhalde y los precandidatos presidenciales tendrán que establecer las bases del orden económico que permita a la Argentina superar esta angustiosa situación. Esto no debe ser patrimonio exclusivo de ninguno en particular.
Tanto el gobierno como el parlamento tendrían que contar con filtros jurídicos y económicos, totalmente independientes de los partidos políticos, a fin de que las normas legales sean jurídicamente coherentes, mantengan una interdependencia y respeten los principios económicos universalmente aceptados sobre disciplina fiscal, estabilidad monetaria, libertad de cambios, mercados abiertos y competitivos, respeto a la propiedad privada, garantía de transparencia y previsibilidad en los contratos, cumplimiento de las promesas por parte del deudor, libre iniciativa para iniciar emprendimientos, permanencia y razonabilidad de las reglas impositivas, laborales y previsionales.
Esos filtros pueden tomar la forma de un Tribunal Constitucional eliminándose todos los organismos que hoy traban la buena administración y sólo ocasionan gastos deplorables: Auditoría General de la Nación, Defensoría del Pueblo, Sindicatura del Estado, Consejo de la Magistratura, Jefatura de Gabinete y tercer senador.
Contra las resoluciones del Tribunal Constitucional no habría posibilidad de impugnación ni de recursos de amparo. La Corte no podría declarar la inaplicabilidad de lo que él disponga. El Tribunal Constitucional actuaría antes, durante o después de sancionadas las leyes, decretos o tratados internacionales sometidos a consideración del Congreso.
Además de exigir el respeto de los derechos y garantías constitucionales el Tribunal Constitucional tendría como misión asegurar la coherencia de las medidas económicas respetando los principios de aceptación universal. Sería una forma de insertarnos en el mundo y volver a actuar con sensatez, porque no podemos renunciar a la civilización y retornar a la barbarie. Los argentinos no debemos tolerar que nos arrojen al club de países impresentables.