Mauricio Maronna / La Capital
El mundo, no solamente el FMI, dio a la clase dirigencial un mensaje contundente: "Se nos terminó la paciencia con Argentina". Un repaso somero de las declaraciones de los personajes más influyentes del mundo de las finanzas y la diplomacia, desde la declaración del default hasta hoy, debería preocupar al interminable menú de candidatos presidenciales (y a cierta cúpula empresaria) mucho más que las encuestas. Aquella frase de Paul O'Neill sobre la injusticia de que los carpinteros norteamericanos paguen de sus bolsillos el dispendio argentino parece un inocente juego de palabras si se la compara con los desaires del FMI, las descalificaciones de Anne Krueger y las advertencias de que nadie le tenderá la mano a este país aun si se cae al precipicio. La pérdida de tiempo de Eduardo Duhalde al enredarse desde el principio de su gestión en frases rimbombantes sin tener en cuenta que su destino no era otro que el de convertirse en el Adolfo Suárez de la Argentina, garantizando una transición ordenada que le facilite las cosas al próximo presidente elegido por el pueblo, son algunos de los muchos ítem que arrojan un cono de sombras sobre la gobernabilidad futura. La cercanía del proceso electoral y el festival de candidaturas siguen aportando solamente a la confusión general. La promesa fácil, la volatilidad de las adhesiones, la ausencia de programas serios y realizables, el "que se vayan todos" traslucen la mediocridad e inopia de la mayoría de políticos que supimos conseguir. Ninguno de los presidenciables supera el techo del 15% de los votos y vuelve a retroalimentar la mirada hacia Carlos Reutemann. "Sos el único que puede salvar al peronismo", le imploró el patriarca Carlos Juárez. Pero al Lole no se le mueve un músculo y prefiere que su despacho siga convertido en el santuario de los postulantes antes que meterse en el cuerpo a cuerpo de una campaña lastimosa. Otra rareza vernácula: el único que mueve el amperímetro es quien ha dicho 50 veces "no". A casi 9 meses de la festiva declaración del default, algo así como un grito de guerra contra el resto del mundo, ninguno de los candidatos hace el mínimo esfuerzo en aunar voluntades para restaurar, al menos, un mínimo de confianza que evite que la crisis siga devorándose presidentes. * Los referentes justicialistas viven su guerra de guerrillas por las internas y gastan sus neuronas en cuantificar la conveniencia de ir por adentro o por afuera de la estructura partidaria. * La "gran coalición de centroderecha" que algunos imaginaban hace un par de meses se desinfló como un globo pinchado apenas comenzó a debatirse el tema de las candidaturas. Ahora, Ricardo López Murphy, Patricia Bullrich, el Movimiento Federal y algunas agrupaciones menores van camino a convertirse nuevamente en un mosaico de sellos sin chances reales de triunfar. * La UCR, en vez de intentar recuperar su pálida imagen, vuelve a jugar el juego que mejor juega y que más le gusta: la interna permanente. * El ARI no logra sacar a la luz una propuesta básica de gobierno y fluctúa entre la abstención y el pronóstico de huracanes en cadena. * En la izquierda, las divisiones y las consignas siguen a la orden del día. La aparición mediática de Lula en un programa televisivo (con un discurso realista pero a la vez diferenciado de las políticas sectarias de derecha) debería servir de lección para el progresismo vernáculo. El electorado (no los integrantes de aparatos tradicionales atraídos por el clientelismo) observa la realidad política con desdén. No es para menos cuando algunas instituciones sólo parecen condenadas a repetir las peores historias. El fellinesco espectáculo ofrecido en el Senado tras el presunto nuevo caso de sobornos y la difusión del obsceno plus por "desarraigo" no hacen otra cosa que ahondar la brecha entre representantes y representados. Según el modestísimo pero esclarecedor Diccionario de la Lengua Española, desarraigar significa "echar, desterrar a uno de donde vive". Lo que deberían hacer legisladores y funcionarios es desterrar de una vez por todas una forma de hacer política. Esa práctica que únicamente sirvió para quebrantar fidelidades democráticas tras convertir al país en una fábrica de pobres. Y por cuyos despropósitos Argentina fue echada del mundo.
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