Año CXXXV
 Nº 49.609
Rosario,
domingo  22 de
septiembre de 2002
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El guardián de la memoria
Ex preso político vive en el campo de concentración donde estuvo detenido

Rubén A. Chababo

Para llegar a Chacabuco hay que dar un rodeo, pero antes, bajarse del ómnibus en mitad del desierto, exactamente en el cruce de Carmen Alto en dirección a Calama, y luego andar a pie bajo los rayos de sol que golpean de manera casi perpetua en esa zona seca y estéril de Chile. En verdad, nada hay en el paisaje que invite al viajero a detenerse en ese punto del mapa a no ser que tenga interés en conocer alguna de las llamadas ciudades fantasmas del salitre diseminadas por toda la región, hoy sólo "habitadas" por el polvo y el viento del desierto.
De Chacabuco, este punto casi invisible en el mapa, nadie habla. De ese sitio que hace siete décadas fue una de las salitreras más importantes del mundo, nadie hace referencia, y cuando uno pregunta en la estación de Antofagasta cómo llegar hasta allí, muchos ni siquiera pueden señalarle un sitio imaginario en el horizonte desnudo. Sucede que esa ciudad amurallada de 62 hectáreas de extensión, erigida en medio de la nada a comienzos de la década de 1920 y abandonada luego como un Titanic en un mar de arena y sal cuando la extracción del salitre dejó de ser un negocio rentable para las compañías extranjeras, fue reconvertida a partir de setiembre de 1973, en campo de concentración por la dictadura chilena.
Si bien entre los años 40 y 70 el sitio fue utilizado esporádicamente como lugar de ejercicios militares por las tropas del ejército chileno, fue la llegada al poder de Pinochet lo que alentó la idea de convertir esa vieja ciudad abandonada en campo de concentración para prisioneros políticos.
Construida en el corazón del desierto de Atacama, alejada de cualquier signo de vida a decenas de kilómetros a la redonda, quienes entraban en Chacabuco sabían que si alguna vez alcanzaban llegar a su portal de salida, sólo un milagro les permitiría escapar de esa prisión rodeada de arena y cielo abierto.

Un testimonio de la barbarie
Chacabuco podría llegar a ser un nombre más en la extensa lista de los campos con que la dictadura pobló la angosta geografía chilena, si no fuera por un dato sorprendente: en esa ciudad abandonada, apartada de los caminos centrales, barrida por el calor perpetuo del día y las gélidas temperaturas de la noche, vive sólo una persona, Roberto Zaldívar, un ex detenido y sobreviviente de ese campo que eligió, una vez restaurada la democracia, instalarse entre las mismas paredes donde alguna vez fue recluido por la fuerza junto a centenares de militantes políticos.
Es así como en el ingreso mismo a Chacabuco, a un costado del portal que sirviera de entrada al campo, él ha construido su casa: una habitación resguardada de la luz encandilante del desierto junto a dos precarias salas donde ha montado un improvisado museo que condensa la historia del lugar.
Su "objeto" más importante está dispuesto sobre una de las paredes: un gran plano de la antigua salitrera que le sirve para enseñar a los casuales visitantes que llegan hasta allí, la estructura de esa máquina de reclusión y muerte por la que pasaron, entre noviembre de 1973 y abril de 1975, más de 2500 personas, "un doce por ciento de ellas menores de edad", aclara, como un modo de destacar el carácter brutal que asumió el sistema represivo chileno.
En esas dos salas humildes cuyas paredes lindan con el desierto estéril de Atacama, Roberto ha reunido fotografías y documentos que hablan de la historia del sitio, recortes de diarios, cartas de ex detenidos, combinados anárquicamente con objetos que pertenecieron a la vieja salitrera y que juntos arman una rara sintaxis en la que se combina la dura historia de los obreros explotados del salitre con la miseria de los prisioneros políticos de la década del 70.
"Vivíamos en corredores de adobe, en casas pequeñas que carecían de luz eléctrica. Aquí, entre estas paredes, muchos enloquecieron, muchos murieron en medio de esta nada absoluta. Para sobrevivir uno estaba obligado a inventar, a imaginar, de otro modo corría el riesgo de sucumbir a la violencia de los carceleros", dice mirando un punto indefinido en una pared tallada a punta de clavo con el nombre de algunos detenidos que pasaron por el lugar. "La mayoría de la gente que llega aquí viene preguntando por los restos de la antigua salitrera y no imaginan nunca que se van a encontrar con las ruinas del mayor campo de concentración que alguna vez tuvo Chile", agrega.
Luego de hacer una pausa, indica con un movimiento de cabeza un lugar situado más allá de las ventanas de la sala. "Allí, donde se ven esos inmensos hierros retorcidos, está la antigua plaza de la salitrera, y más allá el teatro que se utilizaba en la década del 20 para distracción de los obreros. Busque en el centro de la misma plaza, va a encontrar un árbol diferente a los únicos tres que quedan". Es así, en el centro de la plaza devastada por el paso del tiempo permanecen de pie tres árboles secos, uno de ellos ha sido trabajado con delicadeza por alguien muy paciente que logró "arrancarle" la forma de un cuerpo mancillado y un rostro similar al cuadro "El grito" de Edward Munch.
"Es obra de un ex prisionero de Chacabuco que terminó sus días suicidándose. Ese árbol seco es una de las pocas huellas visibles de que este sitio estuvo ocupado por la muerte". Y lo que dice Roberto Zaldívar es cierto, porque el resto hay que imaginarlo auscultando la memoria de las paredes que alguna vez fueron parte del presidio, ahora cubiertas de marcas borradas por el paso del tiempo, por el polvo, por los raros graffitis escritos a punta de piedra.
Roberto recorre junto a mí la ciudad prisión, da vueltas en torno a las ruinas de adobe, se detiene para observar los restos de maquinaria oxidada perteneciente a la época de esplendor de la salitrera que dibujan, sin proponérselo, extrañas y tenebrosas formas en el centro de ese paisaje desolado.
"El campo de Chacabuco funcionó a pleno durante casi dos años y empezó a vaciarse cuando muchos de los detenidos comenzaron a ser trasladados a Ritoque, Melinka, Pisagua y Valparaíso. O simplemente arrojados al mar frente a las costas de Antofagasta que está a sólo 100 kilómetros de aquí. Una vez que el campo fue desmantelado los militares se encargaron de minar los alrededores para amedrentar a aquellos que desearan conocerlo y que sabrían de su existencia por el relato de sobrevivientes. La idea era que Chacabuco fuera devorado por el desierto y el paso del tiempo, pero, aquí estoy yo. No lo han logrado", dice.

Sin miedo a nada
Mientras Roberto Zaldívar hace este comentario extrae un cigarrillo de su chaqueta, lo enciende, traga el humo y cierra los ojos como intentando atrapar imágenes agazapadas en su memoria. "Recuerdo que ya derrotado Pinochet, un día de 1991, llegó hasta aquí un grupo de soldados interesado en conocer la historia del salitre y la economía nacional. Como yo soy el único habitante de este lugar, el comandante de la tropa me pidió que le diera a la tropa mi testimonio, pensando que le iba a hablar de la vieja salitrera, de los míticos tiempos de la Anglo Lautaro; entonces yo arremetí con mi historia, la del campo, la de los prisioneros encerrados como bestias en las barracas, la del hambre y el frío en las noches, la de los torturados. El silencio de los soldados al escuchar mi relato fue atroz, nadie se atrevió a pedir que me callara. Ni siquiera el comandante. Como ve, yo no le tengo miedo a nada".
Roberto tiene decenas de historias como esas para contar. "Aquí han venido de todo el mundo a entrevistarme, la BBC de Londres, la televisión española, ellos también se han enterado de mi existencia. Creo que soy el único sobreviviente de un campo de concentración del mundo que se ha quedado a vivir en el mismo lugar adonde alguna vez fue recluido. Los que pasan nunca evitan preguntarme por qué tomé esta decisión, por qué no dejo de una vez por todas este sitio hostil y me vuelvo a Santiago o a Valparaíso. A todos les doy la misma respuesta: si me marcho de aquí, si dejo este sitio, la historia de este lugar desaparece. Si abandono el campo, ¿quién contará su historia, quién dirá de ese tiempo en el que éramos un puñado de hombres arrojados al más inclemente de los destinos? Sé que puedo volver hoy mismo a mi casa de Antofagasta, pero mi lugar está aquí, entre estos muros y estas calles rodeadas de desierto, custodiando la memoria de mis compañeros, esperando la llegada de viajeros perdidos a quienes contarles quién soy".
Cada palabra que sale de la boca de Roberto Zaldívar está sostenida en una poderosa amalgama de convicción y sabiduría, y al escucharlo hablar sobre los principios éticos, los valores humanos o el sentido de la vida en situaciones de adversidad, uno no puede dejar de evocar los testimonios de Primo Levi o Viktor Frankl, sobrevivientes de campos de exterminio europeos, a la vez que poderosos creadores de todo un mundo de referencia y sentido en torno a la condición humana en situaciones extremas.

La geografía de la atrocidad
"Los campos son algo atroz (dice con voz entrecortada), no importa sus dimensiones, la cantidad de prisioneros o el signo político que los erija. Representan lo más abominable de la creación humana, y lo que en ellos sucede es casi inenarrable. Yo lucho para que Chacabuco sea inscripto en la memoria colectiva. No quiero que se lo devore el olvido, quiero que se sepa de él como hoy se sabe de Auschwitz o de la Esma en la Argentina".
La tarde comienza a caer sobre el desierto de Atacama y la débil luz solar dibuja extraños perfiles sobre el suelo de Chacabuco. Una hora más y la temperatura habrá descendido a cero grado. Roberto Zaldívar me acompaña gentil hacia el portal de ingreso al campo, el mismo por donde entré al mediodía.
Luego levanta una antigua barrera militar, se quita su gorro con visera y con su mano derecha indica el rumbo que deberé seguir si quiero alcanzar el primer poblado antes de que anochezca. "El parador más cercano está cerca, a dos kilómetros, es un lugar llamado Oasis. Cuando llegue dígale que va de parte mía, de Roberto Zaldívar, el de Chacabuco, ellos saben". Un abrazo sella el adiós. Comienzo a avanzar en dirección al desierto y cuando ya me he alejado lo suficiente giro mi cabeza para ver por última vez Chacabuco en perspectiva. Veo que Roberto Zaldívar aún permanece en el mismo sitio de la despedida, sus manos apoyadas sobre las rejas del portal, observando cómo mi cuerpo penetra en la noche azul que cae súbita sobre el desierto de Atacama. Lo veo levantar su mano y entonces le devuelvo el saludo elevando la mía. Luego gira sobre sí mismo y retorna con paso lento al interior del campo, con la esperanza -eso imagino- de que el próximo amanecer le traiga la promesa de un nuevo viajero a quien confirmarle con su presencia en ese sitio que aún quedan suficientes motivos para seguir viviendo con dignidad en este mundo.



Roberto Zaldívar, sobreviviente, en la salina de Chacabuco.
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