| | Reflexiones Argentina, una angustia nacional
| Liliana M. Brezzo (*)
La nueva literatura latinoamericanista ha mostrado de manera convincente que la originalidad más fuerte de Argentina en su proceso de formación como nación es que la Nación que justifica la independencia, en 1810, no está basada en una nacionalidad, entendida ésta como una comunidad dotada de particularismo lingüístico o cultural, religioso o étnico. En aquella época, los habitantes de este territorio compartían con el resto de la América hispana todo lo que en otros sitios constituye una nacionalidad: el mismo origen europeo, la misma lengua, la misma religión, la misma cultura. Así enfocado, el problema sería cómo, a partir de una misma nacionalidad, construir naciones diferentes. Este proceso de diferenciación o de singularización, demandó la configuración entre los habitantes de una serie de rasgos diferenciales que distinguieran a la patria más allá de los límites definidos por el territorio, que establecieran una distinción no ya del tronco inicial español, sino de los propios vecinos. En una palabra, había que "inventar" la Nación. Pero ¿cómo? y ¿quiénes intervendrían en ese proceso? Aunque en la actualidad se está de acuerdo en que resulta un concepto en ocasiones hasta inasible, puede decirse que una Nación existe cuando un número significativo de personas en una comunidad considera que ellos forman una Nación o se comportan como si lo fueran y también cuando los miembros de esa comunidad están unidos por un sentido de solidaridad común y un sistema de valores compartidos. A mediados del siglo diecinueve existía el Estado argentino, pero puede decirse que aún faltaban los "argentinos", porque la construcción de una identidad colectiva, de un sentimiento cierto de pertenencia no se hallaba consolidada. Por lo tanto, si 1810 puede considerarse su momento fundacional, el paso de la Argentina de ser una nación ficticia a una nación real demandó un itinerario con una doble vertiente: política, en cuanto asociación voluntaria de individuos ciudadanos y cultural, como trayecto para conseguir que todos compartieran una historia y un imaginario común. En este esfuerzo intervino en primer término el propio Estado, estableciendo todo un vocabulario simbólico de la Nación a través de la fijación de la bandera, el himno, el calendario de fiestas, los planes de estudio por medio de los cuales se inculcaría a los estudiantes una especifica historiografía con su panteón de héroes y malvados, etcétera. Pero también tuvo enorme importancia la acción de una parte de las elites, la intelligentzia. Políticos, ensayistas, escritores, funcionados, maestros, historiadores tejieron el entramado de la Nación mediante la definición de líneas verticales de distinción entre "nosotros" y "los otros", precisando las fronteras y los contenidos de la autonomía cultural. Pero a fines del siglo XIX, el aluvión inmigratorio y la consiguiente heterogeneidad de la población que habitaba este territorio parecieron vulnerar el proceso de consolidación nacional. La acción política, entonces, se dirigió a contrarrestar esta disgregación mediante la educación universal, la uniformización lingüística, la unificación de la memoria histórica, la expansión de las prácticas asociativas y la consolidación del sistema eleccionado. Hay quienes piensan que la Nación es un concepto caduco e irracional, radicalmente contrario al mundo en que vivimos. Eso es cierto si el punto de partida es un nacionalismo contrario a los derechos de la persona. No obstante, tras la victoria de ese ideario también es cierto que está emergiendo una rehabilitación de los valores comunitarios. Incluso en el terreno económico este género de principios retorna hoy y parece imprescindible. El último libro de Francis Fukuyama, "Trust", es decir, "Confianza", alude al "capital social" que deben tener todas las sociedades para ser capaces de emprender la tarea del desarrollo económico. Parte de este capital reside en esa conciencia comunitaria que puede proponer la idea de Nación. También la legitimidad democrática requiere un marco humano donde instalarse. La realidad actual es que ese marco sigue siendo la Nación y no las instituciones supranacionales, como ha señalado el historiador español Javier Tusell respecto a Europa, "una unión aduanera no es una patria". Las razones por las cuales los argentinos compartimos un estado de ánimo que podría denominarse de angustia comunitaria se renuevan día a día en las explicaciones que se nos ofrecen en los debates televisivos y en los editoriales periodísticos. En su mayoría, estas lecturas son en clave "económica" y de hecho no les faltan a sus protagonistas argumentos convincentes. Yo quisiera llamar la atención, sin embargo, en que hay indicios ciertos que los argentinos no sólo hemos perdido nuestros ahorros y la confianza en la clase dirigente, sino que también estamos sufriendo una profunda sustracción en ese "proyecto sugestivo en común" que según Ortega y Gasset define a una Nación. En este sentido, esta crisis inédita nos brinda la ocasión para repensar la Nación que queremos y las bases para construir una nueva identidad. A fin de cuentas, la identidad nacional es sobre todo una cuestión de dignidad personal y colectiva, porque proporciona a la gente razones para sentirse orgullosa. Octavi Fullat ha dicho que estamos "sujetos a un Estado, pero nos abrazamos a una nación". Para ello propongo como un pequeño paso el luchar contra la propia indiferencia respecto de la herencia nacional. El desprecio por el pasado propio no es una señal de progreso o de salud en una colectividad, sino de decadencia y enfermedad. En cierta manera, ese repudio de la historia en común constituye un acto en contra de la civilización, porque sólo el ser humano puede recordar, mientras los no humanos carecen de historia. Hace algunas semanas alguien me hizo notar que cuando una sociedad protagoniza una crisis tan profunda como la nuestra, ninguno de sus miembros está eximido de hacer un personal examen. Quizás entonces podamos hacer propio el ejemplar modelo de patriotismo cívico combinado con el ejercicio práctico y cotidiano del civismo democrático que propone el periodista polaco Adam Michnik: "Damos a nuestra patria -ha escrito- lo mejor que tenemos: una actitud de independencia, crítica honesta y capacidad para ser testigos de verdades amargas ... sólo un país que es consciente de su propia culpa es capaz de liberarse de su culpa". (*) Investigadora del Conicet
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