Año CXXXV
 Nº 49.589
Rosario,
lunes  02 de
septiembre de 2002
Min 3º
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Editorial
Democracias en crisis

Los ciudadanos latinoamericanos sienten cada vez menos satisfacción con la democracia, aunque reconocen que a pesar de sus imperfecciones es el mejor sistema de gobierno. Un informe difundido en Chile por la Corporación Latinobarómetro, que se elabora anualmente en base a un sondeo aplicado a diecisiete países de América latina, estableció que sólo un 27 por ciento de los encuestados se siente satisfecho con la democracia, mientras que el año pasado el índice alcanzó un 37 por ciento. Los datos del documento generan preocupación, sobre todo si se recuerdan los funestos efectos que en el continente han tenido las dictaduras militares.
Sin embargo, acorde con estos tiempos donde el pragmatismo manda, la palabra clave parece ser "eficacia". Es decir, casi nadie defiende principios políticos vacíos: las democracias serán respaldadas en la medida que revelen su capacidad concreta para resolver los problemas económicos, sociales y políticos de un país. La deuda que mantienen en tal sentido es elevada y Argentina se erige como uno de los mejores ejemplos de tan preocupante tendencia.
No casualmente, dos países con arraigada tradición republicana son los que demostraron mayor apego al sistema: Uruguay y Costa Rica llegaron a un excelente 77 por ciento de adhesión. Mientras, en el otro extremo del arco se sitúa Brasil, con un pobre 37 por ciento. Dentro de este contexto, la adhesión hacia los actores más representativos de la democracia, como los partidos políticos y el Congreso, está por debajo de instituciones como la televisión y la Iglesia. En promedio, apenas un 36 por ciento de los latinoamericanos aprueba la gestión de sus gobernantes.
Sabido es que el margen de decisión de los elencos gubernamentales se ha recortado dramáticamente en los países que un eufemismo designa como "en vías de desarrollo". La globalización y, más que nada, la creciente trasnacionalización de la economía no son factores que contribuyan a fortalecer la autonomía de naciones intrínsecamente dependientes. Ello no justifica, por cierto, los fracasos reiterados de las administraciones elegidas por los pueblos. Pero el riesgo subyacente del desencanto, sobre el cual esta columna no dejará de advertir, es el surgimiento y consolidación de proyectos autoritarios. La desilusión con los políticos puede desembocar en el cansancio de la política. Y ese camino conduce a un campo minado.


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