El "centinela de piedra", impertérrito y solemne, enmarca la escena de majestuosa belleza: es que el cerro Aconcagua, con sus 6.959 metros y sus cumbres de nieves eternas, dibuja en el horizonte su silueta perfecta. La imagen se puede apreciar desde la cabaña Tulumaya, un lugar de campo donde se cruzan los caminos de la tradición y la fe.
A 60 kilómetros al este de la capital mendocina, en el departamento de Rivadavia, se puede disfrutar de un día de campo en las 60 hectáreas de la cabaña Tulumaya ("arco del cielo" en lengua indígena), dedicado a la crianza de caballos criollos. Su casco, una casona construida a principios de siglo, con gruesos adobones, techo de caña, barro y tejas, se mantiene casi inalterable, fiel al estilo colonial, como testimonio de la antigua arquitectura rural, con amplias galerías y patios y siete habitaciones, con 25 camas, donde se alojan los turistas.
La "frutilla de la torta" es la suite con cama matrimonial king size, que simula ser una carreta -con ruedas incluidas- y baño con jacuzzi, pero las hay más modestas.
En las galerías que rodean la casona, funciona un museo, que guarda carruajes antiguos, aperos y vestimentas gauchas; una montura con pernetas de metal e incrustraciones de plata, que data de 1890; y elementos de la época.
Antigua bodega
El lugar fue la antigua bodega Alemano, cuya construcción data de 1920, y en su galpón principal funciona La Pulpería, un salón de piso de ladrillos que puede albergar hasta 500 comensales y que posee un escenario donde desfilan los más variados conjuntos folclóricos. Corona el establecimiento rural, un santuario con una imagen de la virgen de La Carrodilla, la patrona de los viñedos.
El escribano Roberto Petri se hizo cargo de la finca hace dos décadas, transformándola en la cabaña Tulumaya. Nieto de don Eugenio Petri, un inmigrante austríaco de la provincia de Tirol, que se instaló en la Argentina en 1900, y les inculcó a hijos y nietos las tradiciones gauchescas.
Rivadavia, cuenta con 50.000 habitantes, 60 por ciento de ellos en la zona rural. Está situada en el centro oeste de Mendoza y tiene una actividad eminentemente vitivinícola.
Cuando se llega en busca de la cabaña Tulumaya, hay que encontrar el establecimiento de Gancia, doblar a la izquierda, ver desaparecer el asfalto y desembocar en un camino vecinal, y luego de tres kilómetros, se arriba a destino.
La recepción es única: dos gauchos de a caballo escoltan a los visitantes hasta la cabaña. De entrada no más, son invitados con unas "sopaipillas" (tortas fritas) cocinadas al momento, bien calentitas, con salamín o jamón crudo caseros. Los propios dueños de casa atienden en persona y hasta ofrecen algún mate.
El horno de barro está siempre a full y de allí salen las tortitas -con chicharrones o raspaditas- para degustar con algún quesillo y unas empanadas cuyanas de rechupete.
Los adoradores de Baco estarán de parabienes, ya que la finca se encuentra rodeada de numerosos viñedos, predominando los varietales malbec, cabernet, y sobre todo, los bonarda y chardonnay. Actualmente se están reconstruyendo los sótanos de la vieja bodega, que desde el año próximo volverá a funcionar, por lo que desde la siguiente vendimia la cabaña producirá sus propios vinos.
Antes del mediodía, la actividad se centra en el corral, con tribuna de tablones debajo de un tinglado, donde la habilidad del paisanaje sobre los caballos deleita a los visitantes. Vistosos movimientos de riendas, como andares, troyas, ochos, vueltas sobre patas, rayada, volapie y excitantes corridas de rodeo, como la paletada en yunta y las coleadas.
El establecimiento, como muchas otras cabañas a lo largo y ancho del país, se dedica a la crianza y difusión de los caballos de raza criolla, descendientes de los caballos andaluces traídos por los colonizadores a América.
Son animales rústicos y muy resistentes, totalmente flexibles para adaptarse a los cambios de suelo, pastura y clima. También son musculosos, ágiles y rápidos en sus movimientos. Antes del almuerzo, Roberto Petri reúne a todos frente al santuario, pide una bendición, da las gracias, y se reza el Ave María, el Padrenuestro y el Gloria.
Cuenta el anfitrión que entronizó allí la imagen, en la advocación de Nuestra Señora de la Carrodilla, en honor a su abuela criolla, que era devota, y guitarra en mano, hace gala de su buena voz, entona una canción en honor a la Virgen.
Los asadores crepitan, en ollas de barro traen desde las parrillas para servir a la mesa ternera con cuero, asado arqueado y lechones criados en el lugar, todo -por supuesto- regado por abundante vino tinto, rojo intenso, de la zona.
No faltará la chaya, una comida muy cuyana, que es un guiso que se cocina con choique (avestruz) con papas, ni el tradicional locro pulsudo. Con la sobremesa, pero para alimentar al espíritu, llegarán las tonadas cuyanas, las cuecas y los gatos.
Más tarde, los visitantes podrán montar a caballo, o pasear en los carruajes antiguos y recorrer los caminos vecinales, con sus típicas acequias, bordeados de frondosas arboledas.
La hora de la merienda será convocante para una nueva ronda de mates, esta vez con tostadas de pan casero, untadas con los famosos dulces mendocinos caseros, como la alcayota.
Cuando el atardecer comience a transformarse en crepúsculo y el sol empiece a ocultarse detrás del macizo andino, la silueta del Aconcagua será de nuevo protagonista, pero ahora en tonos claroscuros, resaltando su portentoso perfil.
El día habrá terminado, pero las vivencias cercanas a lo natural, a lo autóctono, a nuestras tradiciones, a las raíces que eligieron para nosotros nuestros abuelos, permanecerán intactas.