Sergio Faletto / La Capital
Era un día diferente. La alegría por la reciente declaración de ciudad de la Villa del Rosario ya había quedado atrás, como así las anécdotas que relataban los milicianos que participaron del combate de Caseros. Ese domingo era especial. El descampado principal de la aldea se convertiría por primera vez en el escenario principal. Un espacio que quedó por azar en el centro del poblado, entre las casas bajitas y las calles irregulares. Toda la expectativa estaba puesta en ese terreno. Los más de 3.000 nuevos ciudadanos comprobaban cómo el acontecimiento transformaba el tradicional almuerzo dominical en una comida rápida. Todos apuraban el transcurrir del sol hacia la tarde. La cita, original, era ineludible por las novedosas sensaciones. Bajo el calor húmedo del primer domingo de septiembre una amplia mayoría se encaminaba hacia el lugar de encuentro. El Pago de los Arroyos vivía en toda su dimensión un hecho inédito. Los palenques del sector aledaño eran invadidos progresivamente por las riendas de los caballos. El improvisado estacionamiento se colmaba con los carros, carretas, sulkis y diversos carruajes. La gente se fue apiñando alrededor del descampado. Y el párroco hizo prevalecer su jerarquía en un pueblo creyente para quedar en primera fila. Como así las autoridades, que en su afán por aparecer al lado del gobernador relegaron al pueblo a un espacio secundario. Vieja costumbre parece. Casi por una cuestión natural, los habitantes se fueron juntando según la preferencia. Y así quedó demostrado cuando los equipos en pugna saltaron al polvoriento piso del campo de juego. Los costados oeste y norte se unieron en un grito cuando los arroyeños saltaron al descampado, luego de vestirse en el rancho de don Angel, un legendario artesano de la Villa del Rosario. Con pantalones blancos prolijamente cortados por debajo de las rodillas y camisas azules trotaron en el suelo minado por incómodas piedritas. Los urbanos hicieron lo propio tras alistarse en la casona de los Zanabria, una familia tradicional de la ahora Rosario, y desde los laterales este y sur agitaron sombreros y boinas para recibir a los hombres con pantalones negros y camisas rojas. Color que desató el reproche de los unitarios más ortodoxos porque el rojo identificaba al federalismo de Rosas. Enseguida todos se unieron en un ensordecedor silbido cuando el enviado del ejército, oficial de la zona de Entre Ríos, entró en escena para controlar el desafío. Varios rebenques asomaron en el aire simultáneamente a las advertencias anónimas dirigidas al juez del desafío. Y el esférico irregular de tiento comenzó nomás a rodar, y los cencerros se hicieron escuchar desde el público para acompañar el aliento a los unos y los otros. Con mucha voluntad y fortaleza física los jugadores corrieron sin elegancia alguna detrás de la pelota. La fricción se adueñó del partido y las escaramuzas no demoraron, tanto dentro como afuera del campo. Hasta algunos desaforados retaban a duelo al adversario con facón en mano. Pero por suerte la cosa no pasaba a mayores. Los arcos construidos con gruesos troncos de quebracho blanco estaban lejos de las intenciones. Nahuel, un diminuto joven descendiente de la cultura indígena, intentaba con sus pies descalzos dominar el tiento, pero ante la primera maniobra destacable sufrió la rigurosidad del gallego Pepe, que le pegaba hasta a las pocas matas que adornaban la tierra. Y al fin se sucedieron dos emociones. El inglés Michael Ñuls aflojó la estructura del arco arroyeño mediante un zurdazo impresionante que rebotó en un palo. Pero el silencio y el bullicio cambiaron de vereda cuando el guardameta de los urbanos se zambulló en el aire para tapar un cabezazo del tano Aldo, que se tiró hacia adelante en palomita como quien se arroja al río Paraná. Pero la resistencia se fue desvaneciendo junto a los rayos del sol. El cansancio se mezclaba con el fastidio y ya no había lugar para la tolerancia. El emisario del ejército dijo basta y el párroco elevó un rezo por el pacífico final. Las calles mal trazadas de la incipiente ciudad de Rosario se congestionaron por el tránsito de los caballos, mientras que las parcialidades se juraban encontrarse nuevamente para la revancha. Las autoridades prometieron organizar otro desafío antes de fin de ese año. Y durante ese tiempo los comentarios giraron en torno al zurdazo de Ñuls y al cabezazo del Aldo. Rosario creció entonces con dos pasiones intensas por un mismo sentimiento llamado clásico. Con fervor y en paz. Como el primero. Como el último. Tan imaginario como el que acaba de leer. Tan real como el que leerá mañana.
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