Año CXXXV
 Nº 49.583
Rosario,
martes  27 de
agosto de 2002
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Reflexiones
Peronistas son todos

Juan José Giani

Los archivos de la picaresca argentina atesoran una suculenta anécdota del general Perón. A mediados de la década del 60, un periodista de ocasión requirió al líder exilado un diagnóstico acerca de la composición de las identidades políticas locales. El hombre enumeró: "Creo que debe haber un 30% de radicales, un 30% de conservadores, un 25% de socialistas y un 15% de liberales". El entrevistador, intrigado, repreguntó: "Pero General, ¿y los peronistas?". "Ah bueno", aclaró el ex presidente, "peronistas son todos".
Enfundada bajo el ropaje de un sarcasmo desconcertante, aquella aseveración ejercitaba el procedimiento conceptual que Perón heredó de Arturo Jauretche: desplegar verdades medulares auxiliado por el humor o apelando al refranero popular. Puesto de otra manera. Perón no estaba simplemente burlándose de su interlocutor sino sirviéndose de un absurdo aparente para transmitir una certeza que suponía incontrastable: el justicialismo no era una doctrina entre otras sino una suerte de supraideología colectiva, un paraguas multívoco que consentía la variedad siempre que ésta respetase la cristalina sabiduría de las tres banderas: soberanía política, independencia económica y justicia social. Ese corpus totalizante de valores tenía un portador social protagónico, el movimiento obrero; y un árbitro que se reservaba las atribuciones para delimitar el terreno de la discrepancia tolerable, el propio Perón. Aquella hospitalidad simbólica admitía tanto a Vicente Remorino, el conservador con algunas inclinaciones humanistas, como a John William Cooke, el marxista blanquiceleste que insistía en cubanizar al peronismo. Sólo quedaban excluidas las minorías de la antipatria, núcleos del privilegio de argentinidad sólo ficticia.
Por lo demás, aquellas banderas no emanaban del capricho ocasional de un Conductor, sino de una corriente torrentosa que transitaba tercamente los subsuelos de la historia nacional. Fundamentalmente, tras el golpe de 1955, Perón asume con gusto la lógica secuencial sostenida por la escuela revisionista. Federalismo, yrigoyenismo y peronismo expresaron, cada uno en su momento, el rostro digno y resistente de una nación periódicamente agredida. Devinieron vehículos de una esencia dispuesta a manifestarse cada vez que los imperios y sus cómplices se complotasen para vulnerarla.
Visto así, ya el caudillo de Balvanera anunciaba los perfiles de una ideología exclusivista de la nación. Menos locuaz, sin humor instrumental y con mayor ascetismo programático, imaginó al radicalismo como la causa moral de la República, intransigente redención social y espiritual de una patria agraviada por las tropelías de la elite oligárquica. Una suerte de panteísmo laico afincado en las encíclicas de la Constitución, donde el adversario no era el equivocado sino el venal, el que no merece considerarse morador legítimo de esta tierra.
El furibundo antagonismo que caracterizó durante años la relación entre radicales y peronistas no puede explicarse sólo por controversia de principios o disímiles anclajes sociales, sino por colisión de autopercepciones: ambos reclamaban para sí el título de refugio político-cultural de la nación. Estas doctrinas totalizantes exhibieron abrumadoras fortalezas y habilitaron simultáneamente riesgos inquietantes. Permitieron aglutinar multitudinarias voluntades detrás de reparaciones sociales e institucionales que gratificaron al pueblo, pero condenaron a la censura autoritaria al disidente razonable; y la asombrosa diversidad de interpretaciones que anidaban en su seno viabilizó que se prometiese pato para servir luego gallareta.
Ingresando al nuevo milenio, las dos grandes tradiciones políticas argentinas han agotado su progresividad histórica. A su turno insuflaron de torrentosas energías a la embrionaria democracia argentina; desde 1983 a la fecha nos han entregado más padecimientos que satisfacciones. Remitiendo a cualquier parámetro de evaluación medianamente objetivo se perciben performances francamente decepcionantes. Eticas de la solidaridad exculpando genocidas, salariazos travestidos en pobreza estructural, alianzas progresistas cautivadas por las medicinas neoliberales, coaliciones bonaerenses pidiendo la escupidera al Fondo Monetario Internacional. La bancarrota del bipartidismo no debe entusiasmar sin embargo a las derechas vernáculas. Los herederos de Yrigoyen y Perón sucumbieron cuando atendieron sus ominosas recomendaciones.
No obstante, rescatables hombres se empecinan en librar allí batallas internas que un genuino saneamiento de la República enfáticamente desaconseja. Permanece vigente en ellos la implícita convicción de que ambos partidos continúan siendo propietarios indisputados de la nacionalidad, emergentes imperecederos de nuestra idiosincracia; que dirimiendo correctamente su sentido se encarrila sin más el futuro de la patria. Se organizan entonces cruzadas en principio intransigentes para luego, inevitablemente, adoptar métodos que aspiran combatir y convivir con personajes siniestros que antes se esmeraron en denostar. Cuando todo se complica, aparece la confortable figura del traidor; virus supuestamente extraño que sin embargo yacía agazapado y latente. Pecan por revisionismo inconsecuente. La historia otorga formidables credenciales pero en algún momento consagra nuevos dueños.
El sistema político argentino afronta un provocativo desafío. Nada bueno puede esperarse ya del radicalismo y el justicialismo como unidades orgánicas pero, a su vez, cualquier joven construcción nace raquítica si no asimila sus ricos pergaminos y convoca a su valioso capital humano que aún no ha claudicado. Si la centroizquierda se visualiza como duradera novedad deber saber tratar con estas encrucijadas. El camino de cohabitar gestión con alguno de los grandes partidos ya exhibió sus patéticas consecuencias: estériles contiendas de despacho que siempre se resuelven en favor de las opciones más regresivas. Al alternativismo pleno le ha faltado paciencia, coherencia y consistencia. Dialogar fructíferamente con la mejor memoria política argentina no significa comprar el pase de punteros ni citar con emoción a alguna celebridad extinta, sino garantizar equilibrio para combinar vocación de poder con testimonio democrático y compromiso verificable con los más pobres.


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