Año CXXXV
 Nº 49.567
Rosario,
domingo  11 de
agosto de 2002
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Análisis: ¿Quién producirá en Argentina?
Los emprendedores están agobiados mientras crece la peligrosa idea de que se puede vivir sin trabajar

Antonio I. Margarit

En silencio, pero corrosivamente, se está extendiendo una de las más tremendas lacras que puede afligir a una sociedad en estado de crisis: el cansancio de los mejores, es decir el agobio de aquellos que tienen capacidad e iniciativa para emprender nuevas actividades, y la instalación en la mente popular de la perniciosa idea de que pueden pasarla bien, sin que nadie se arremangue para trabajar duro.
Nuestro actual desánimo contrasta vivamente con la vigorosa actitud de las poblaciones europeas, cuyas ciudades habían sido destruidas por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Allí, todos los habitantes, sin excepción de edades y clases sociales: hombres, mujeres y niños, trabajaban organizadamente, fuera de hora y sin exigir remuneraciones, para remover escombros, repavimentar calles y aceras, reconstruir viviendas y comercios dañados por las bombas enemigas, reedificar fábricas y restaurar espléndidos monumentos históricos reducidos a polvo. La misma actitud vital, de sobreponerse a la derrota y no desfallecer frente a la adversidad, hemos podido comprobarla recientemente en la reconstrucción de Beirut, en el Líbano, y en las bellas ciudades de la antigua Yugoslavia: Eslovenia, Croacia, Serbia, Kosovo y Bosnia-Herzegovina. ¿Por qué ellos tienen esa garra y nosotros no?

La deserción de los mejores
La ausencia casi patológica de las ganas de hacer se produce aquí por dos motivos fundamentales: el cansancio de los emprendedores y la divulgación de la creencia de que es posible vivir sin trabajar. Ambas cuestiones conforman el mayor peligro cultural que nos acecha porque son como dos poderosas pinzas que oprimen nuestro cuello hasta impedirle la respiración: 1) La tentación de resignarnos a vivir mal, y 2) El bloqueo de la capacidad de reacción ante tanta miseria y degradación.
Por eso vemos multiplicarse bochornosas escenas de grupos patoteros que plantean exigencias incumplibles, que hacen reclamos a un Estado fundido y que rompen todo lo que encuentran a su paso cuando no consiguen lo que quieren. En el mismo sentido advertimos carencia de autoridad en el gobierno y la desubicación de muchos dirigentes políticos y sindicales que están convencidos de que EEUU está obligado a ayudarnos, sin mérito alguno de nuestra parte. Todas estas actitudes, de dirigentes y dirigidos, denotan el predominio de un estilo de prepotencia y soberbia que nos han granjeado el rechazo y fastidio del mundo entero.
Cuando un número significativo de individuos obran bajo la influencia de estos preconceptos, se produce un fenómeno inexorable de vacío social con ausencia de iniciativas y falta de emprendimientos. Ello ocasiona la desocupación estructural que estamos padeciendo, porque en un país donde todo está por hacerse, la falta de trabajo no es consecuencia del ciclo económico sino el resultado del desánimo de los mejores provocado por la incapacidad de nuestros gobernantes y la haraganería de un cierto número que consigue imprimir su estilo de vida al conjunto de la sociedad.
Sobre la magnitud de este problema no hemos escuchado ningún comentario inteligente por parte de quienes ocupan cargos en el gobierno y de los que se postulan para acceder a la presidencia de la República.

Las cifras del espanto
A fines del mes de mayo de 2002, el Indec (Instituto de Estadísticas y Censos) exhibió los resultados de la Encuesta Permanente de Hogares. Tenemos 3.038.000 desocupados en todo el país, es decir, personas que producían cosas útiles y bienes valiosos en el sector privado pero se quedaron en la calle. Además hay otras 4.832.000 personas que buscan trabajo y no lo encuentran, sobre todo jóvenes y mayores de 50 años. Por si fuera poco, también se registraron 1.768.000 ciudadanos dentro del grupo de los ocupados, pero que en rigor sólo tienen tareas precarias para sobrevivir, como hacer changas, ser cartonero o vendedor ambulante, reciclar la basura domiciliaria, recibir planes de subsidios a desocupados y participar en clubes del trueque. Si sumamos estas tres cifras, tendremos la comprobación del espanto: 9,6 millones de hermanos nuestros, el 53% de la población comprendida entre 18 y 65 años, que no pueden alcanzar la dignidad de seres humanos porque no están en condiciones de ganarse el pan con el sudor de su frente.
En concordancia con estas cifras pavorosas, los que tienen la inmensa fortuna de estar ocupados en tareas estables y cobran remuneraciones relativamente dignas son 5.937.000 compatriotas, de los cuales el 33 % son empleados públicos, funcionarios políticos, ñoquis o asesores contratados fuera de planta permanente. De inmediato se nos plantean varias preguntas acuciantes: ¿cuánto tiempo puede durar un país donde cada 2 trabajadores que producen bienes reales, tienen que financiar a 1 empleado público que desarrolla tareas parasitarias y además deben sostener a 4,8 desocupados o subempleados que no pueden producir lo que necesitan?, ¿de dónde van a sacar recursos los futuros gobernantes para alimentar, vestir y dar cobijo a 9,6 millones de desocupados y 1,9 millones de empleados públicos si en el sector privado sólo trabajan productivamente 3.990.198 personas?, ¿cómo no se dan cuenta de que por este camino y en poco tiempo el inaguantable peso muerto del Estado asistencial que han erigido, terminará derrumbándose como un ídolo con pies de barro? Si estas cifras del espanto, suministradas oficialmente por las propias oficinas del gobierno, no merecen ninguna reflexión en quienes se postulan a la presidencia de la República, ¿en qué estarán pensando?

Restaurar la ética del trabajo
En las condiciones degradantes en que ha sido colocada la mitad de la población argentina, ¿qué sentido tiene mantener las leyes laborales que desalientan el deseo de contratar personas para hacer un trabajo?, ya sea porque hay que pagar un costo muy alto en impuestos y cargas sociales, o porque quien contrata a alguien respetando las leyes laborales, pronto se encuentra enredado por una maraña de regulaciones que pueden ser usadas en su contra.
No hay ninguna duda de que la refundación de la patria necesita cambiar de raíz el régimen del contrato laboral, restaurando la ética del trabajo sin caer en los extremos de un capitalismo salvaje pero tampoco en un sistema marxista que fomenta la lucha de clases o en un esquema fascista, como el que hoy rige, y cuyos fundamentos ideológicos se apoyan en la subordinación política del poder sindical y el otorgamiento de privilegios desmedidos a los dirigentes gremiales que se perpetúan como auténticas oligarquías hereditarias.
En el mundo del trabajo debe retornar la convivencia entre trabajadores y empleadores, con un régimen legal de colaboración y no de lucha de clases. Hoy, este clima de espontaneidad natural está quebrado por la desconfianza recíproca y los excesos que se fueron dando en favor de los trabajadores o de los empresarios, según las circunstancias.
Necesitamos un nuevo sistema laboral que recupere la formación de los aprendices en el seno de las empresas, con apoyo de escuelas de artes y oficios. La juventud que hoy no tiene oportunidades tendría que encontrar un cauce en esta combinación entre educación y empresas. Cada ciudad argentina debiera contar con una cámara de comercio e industria con facultades para acordar programas escolares de formación de aprendices, donde éstos trabajen 3 días por semana en una fábrica y 2 días en el aula escolar hasta cumplir la mayoría de edad. Al mismo tiempo sería necesario establecer contratos colectivos por empresa para tener en cuenta no sólo los reclamos de los trabajadores sino también las particulares condiciones de cada empresa, porque si no es así los derechos sociales terminan con su supervivencia. Simultáneamente, para eliminar los costosos juicios laborales que envenenan las relaciones entre patrones y trabajadores, debiera sancionarse un mecanismo de arbitraje a cargo de tribunales especiales integrados por expertos relacionados con la naturaleza del conflicto. En esos tribunales, el Estado no actuaría como componedor: "partiendo las diferencias". Al estar obligado a escoger en su integridad, entre una y otra posición de las partes en conflicto, los trabajadores y empresarios tendrán que adoptar la estrategia de ofrecer o demandar sólo lo que consideren correcto y aprenderían a limitarse en sus planteos y exigencias.
Medidas de este tipo pueden devolvernos en poco tiempo la ética del trabajo que hoy hemos sustituido por los piquetes, las ocupaciones de fábricas, los escraches y el reparto de planes asistenciales que tienen el propósito sustancial de mantener cautiva una masa electoral bajo condiciones de ignorancia y dependencia.


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