Como lo sugiere el título de la nota, es un verdadero placer para cualquier turista visitar la que fuera la última morada del escritor argentino Manuel Mujica Láinez, Manucho para todos nosotros. Estuvimos de recorrida por los eternamente pintorescos rincones del Valle de Punilla y me había prometido realizar esta visita, que por diferentes cuestiones había quedado pendiente. Justamente en el distrito de Cruz Chica se yergue enhiesta y dominante la grandiosa mansión. Su arquitectura ecléctica, con preeminencia de estilos afrancesados y españoles cautiva la atención desde todos los ángulos exteriores en que puede apreciársela. Pero lo más interesante es tomar la "visita guiada", que tiene varios horarios predeterminados y abarca aproximadamente una hora y media. Personalmente me seducen este tipo de experiencias porque me provocan la íntima sensación de que el mismo dueño me estuviera compartiendo su historia, sus secretos, íntimas costumbres, deleites, vicios, en fin, todo su mundo personal. Fue así que iniciamos la visita atraídos inmediatamente por la amabilidad y fina sutileza de quien oficiara de guía. Un primer dato que nos suministró fue que el predio total de la finca era de ocho hectáreas, en la que estaba enclavada la casa principal y siete construcciones aledañas. Todo inserto en una parquización diseñada nada más que por el ingeniero francés Thays, quien, entre tantos parques y paisajes creó el Jardín Botánico de Buenos Aires. Actualmente la casa principal pertenece a la Fundación Mujica Láinez, impulsada la donación por quien fuera su esposa, doña Anita de Alvear, quien sobrevivió diez años al fallecimiento de Manucho, siempre morando en El Paraíso sólo que habiéndose mudado a una de las casas anexas. Desde allí inició el emprendimiento de organizar la fundación-museo de la que hoy todos podemos gozar. Se narra que Anita y Manuel encontraron la casa casi por casualidad allá por el año 1968. Estaba en venta y en un estado que no era demasiado desmerecido, pero que sí requería mucho acondicionamiento y ciertas restauraciones por el cuasi abandono de los últimos años. Quedaron tan impactados por la casa y por el lugar, que inmediatamente decidieron adquirirla y en lo que menos dimitieron fue en cambiarle el nombre, siguió llamándose El Paraíso a modo de epíteto. Determinaron vivir permanentemente en el lugar, tal es así que Manucho llevó consigo para compartir la vida en dicha casa tan solariega a su madre y a tres tías maternas que tanta ascendencia hubieran tenido en su niñez y en su formación personal. Innumerables son las salas de estar, con mobiliarios fastuosos, peculiares adornos, la mayoría recuerdos de los incontables viajes por el mundo que realizó Manucho en su tarea de crítico de arte del diario La Nación, desempeño del que llegó a jubilarse. También era frecuente que escribiera para La Capital. Algo común que uno encuentra en las habitaciones: todo se adapta e invita al relax y a la lectura. La biblioteca es de gran magnitud y de un valor incalculable. Aledaña a la misma se halla una habitación con mullidos sofás, almohadones traídos desde Portugal, plantas de interior y paredes totalmente vidriadas que se orientan al poniente, donde tan tibias habrán sido las tardes de los fríos inviernos serranos. La sala principal atesora los más importantes tesoros familiares y se destacan entre éstos los muchos cuadros y retratos de los ancestros, todos pertenecientes a familias de la alta aristocracia y abolengo porteño. Como ejemplo que me llamó muchísimo la atención, es su denominado "escritorito": ni más ni menos que el escritorio de campaña que perteneció al general José de San Martín. ¿Cómo llegó a sus manos? La historia familiar cuenta que la tatarabuela de Manucho se casó en Perú y el general San Martín fue testigo de dicha boda. En consecuencia y como regalo ofreció a la pareja el peculiar "escritorito", que luego atesoró nuestro escritor. Incontables son los objetos que nos muestran el humor, la jocosidad y la diversión que caracterizaban al escritor, tal es así que incluso en el cuarto de baño hay colgadas marionetas. También las paredes ostentan numerosas máscaras que quedaron como testigos de las fiestas de disfraces que gustaba organizar. Sensible al máximo es detener la mirada sobre su escritorio, donde habitualmente escribía en manuscrito y a su derecha una añeja máquina de escribir, su única máquina que le obsequió La Nación al jubilarse y que nunca quiso cambiar. En una de las salas finales del recorrido se encuentran sus objetos personales entre los cuales recuerdo: el carnets de la Sade, un típico sombrerito inglés, un bastón, anteojos, el anillo con el gran lapislázuli, algunas lapiceras y entre tantas condecoraciones, la última, que le otorgó el entonces presidente Raúl Alfonsín en 1984 en ocasión de la Feria del Libro de Buenos Aires, veinte días antes de su muerte. Composiciones de artistas tales como orfebres, pintores, tapiceros han plasmado obras que sintetizan motivos de su vasta obra literaria. Un gigantesco tapiz luce imponente en una pared con cantidad de "escarabajos" que caminan entre flores. Al finalizar la visita uno se leva el alma henchida de admiración, placer y sensibilidad, y hasta la sensación de haber podido estrechar en un abrazo a Manucho y por qué no intercambiar alguna broma. Liliana Morre de Masía
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