Jorge Riestra
Lograda por los adolescentes la libertad de movimiento y de criterio que los nuevos tiempos parecían reclamarles -fecha clave: 1960 y los años que la enmarcan-, recelosa y expectante la comprensión de los mayores o altanera y gritada la confrontación, con llantos y portazos, pudo pensarse que la aventura generacional, inédita por donde se la mirara, había sido acompañada por el éxito. A la dispersión desconcertada, ese tener un pie puesto en la infancia y el otro en el sueño de la juventud, le sucedió el encolumnamiento -una imprevista masificación que pisaba fuerte, casi avasallante-, y la cantidad, a peso limpio, imponía las condiciones. Los sitios convocantes no eran las aulas escolares y el patio impersonal de los recreos: con aire de familia, fraternalmente, los alojaban la madrugaba y el centro, techos generosos que asimismo cobijaban una invención de lujo de los adultos sesentistas: la whiskería -cierto estatus, penumbra, mujeres y tragos-. La adolescencia como desembocadura sólida y prometedora colmó la ambición de los protagonistas quinceañeros, hijos y padres, simultáneamente, del nuevo mundo en gestación. Para más tarde quedaron los indefinidos galardones y, mecido por el oleaje incesante de las marcas de moda, el afán de adquirir. Al mismo paso, extraña conexión, se les reveló una necesidad que en apariencia nacía de un instinto vital, irrazonado: abandonar el barrio, aferrado a sus ritos y sus ritmos, a sus escalafones y rutinas, a su particular manera de querer. De ese modo, porque saltaron de los circunscripto a lo irrestricto, los perdió la esquina y los perdió el tango; pues si el tango había sido esquinero, la esquina, para no ser menos, lo había silbado y cantado en soledad y en compañía. Afirmación en absoluto menuda, dado que el tango, mirado al trasluz el tejido musical de la ciudad, continuaba siendo -llámesele ilusión o símbolo, nostalgia o desvarío- su hebra principal, no sólo irrenunciada: también irrenunciable. Lo cual no impidió que la urbe, ya un hecho a mediados de aquella década, lo arrinconara, sin ningún miramiento se lo llevara por delante y le asignara una especie de casilla para el perro, una cucha de madera de cajón donde, si bien podría rumiar sobre el regreso a la fecundidad de las veredas, no habría de molestar a nadie. En verdad, el tango no había sido nunca una música para adolescentes, pese a que al son de la radio, la victrola, el tocadiscos y el combinado, por orden de aparición y simultáneamente, lo bailaran con las hermanas o los hermanos en el comedor diario y con los primos o las primas en las reuniones familiares; y si algunos lo cantaban y otros aun lo componían, se debía a que el piano del padre o la voz de la madre, que lo canturreaba mientras lavaba la ropa o planchaba, los habían formado desde que jugaban con las bolitas o las muñecas en la sala o sobre los mosaicos del lavadero o la cocina. Si el tango era paisaje, evocación taciturnidad, amor, pasión y pérdida, mal podían caminarlo piel adentro las adolescentes, o pretender ir más allá del vestíbulo de la casa grande y solariega en la que vivía. Paralelamente, y el símil lo brindaría el desborde de un río de llanura, los jovencitos dictaminaron la caducidad del saco y la corbata, del pantalón clásico, los zapatos acordonados y el mito varonil que había enjoyado la edad antigua: el sombrero de fieltro, el del hombre de la noche, el gardeliano. Después vendrían las muchachitas con sus ropas breves, los vaqueros azules y el andar destrabado y pujante. En el recodo siguiente, tanto a ellas como a ellos, los aguardaba la moda unisex. Se trataba de regiones humanas cuyo crecimiento lo determinaban el suelo y el clima, siendo el suelo el de la transmutada ciudad del automóvil y la urgencia y el clima el de una libertad proclamada a los cuatro vientos e inflable como un globo, y cuya delimitación se regía por el principio de la división de las aguas: de esa vertiente para este lado, el vuelo, la soltura, el desenfado suficiente y hasta provocativo de la vestimenta informal; del opuesto, la compostura burguesa y la uniformidad aburrida -gris sobre negro- de los atavíos heredados. Como si hubieran sido instrumentos de tortura, los adolescentes amontonaron trajes y chalecos abotonados, polleras tableadas y vestiditos floreados, medias largas, sobretodos, camisetas de frisa, galochas y pañuelos de adorno en el centro de la plaza y les prendieron fuego. Desde un imaginario balcón de una imaginaria planta alta, los adultos miraban y entre la desorientación y el espanto, aprendían.
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