Todos los 30 de septiembre, los darwinistas rosarinos deberían levantar una copa en homenaje al autor de El Origen de las Especies: en ese día del año 1833, Charles Darwin estuvo en Rosario.
El 27 de diciembre de 1831, el HMS Beagle había zarpado de Plymouth dando inicio a su segundo viaje alrededor del mundo. El objetivo principal de esta expedición era completar el relevamiento cartográfico iniciado en la trágica misión anterior: durante la misma su capitán se había suicidado.
Ahora la nave estaba bajo el comando de Robert Fitz Roy; y por razones que no cabe aquí considerar, éste había agregado a la dotación habitual de cualquier buque de la armada inglesa tres tripulantes supernumerarios. Dos de ellos eran un dibujante y un fabricante de instrumentos de observación cuyos sueldos el nuevo capitán pagaba de su propio bolsillo; y el tercero era un simple convidado personal cuya presencia a bordo se justificaba asignándole el papel de naturalista suplementar.
Su nombre era Charles Darwin, y sus credenciales no eran gran cosa: estudios inconclusos de medicina, un diploma sin honores en teología, and last but not least, una carta del reverendo John Stevens Henslow que lo recomendaba como un inquieto y suficientemente capacitado naturalista aficionado. Como en cualquier otro buque de la armada inglesa quien estaba oficialmente llamado a cumplir con las funciones de naturalista era el cirujano de a bordo que, en este caso, se llamaba Robert McCormick.
Nada hacía pensar, por eso, que el joven inglés de 24 años que, cabalgando desde Bahía Blanca llegó a Buenos Aires en la tarde del 20 de septiembre de 1833, estaría llamado a comandar el formidable asalto a la pirámide cósmica (la expresión es de Daniel Dennett) iniciado en 1859. Por eso, tal vez, el propio restaurador le había extendido el salvoconducto que le permitió a Don Carlos realizar aquel viaje por el interior de su provincia; y fue de esa forma, a caballo y siempre cómodamente protegido por ese inevitable anonimato, que este joven naturalista emprendió siete días más tarde un viaje a lo largo de la costa del Paraná que lo llevó hasta Santa Fe pasando, claro, por Rosario.
En efecto, entre el 29 y el 30 de septiembre de 1833, y tras cruzar el Saladillo, Darwin llegó a Rosario: su diario no es absolutamente preciso al respecto; pero, con toda seguridad, es posible aseverar que el autor del Origen de las Especie pernoctó en el Pago de los Arroyos durante la noche del 30 para partir, la mañana siguiente, rumbo a Coronda. No había, sin embargo, ni diarios locales, ni tampoco motivos, para registrar el acontecimiento: la futura Chicago Argentina no podía sino ignorar a su futuramente ilustre visitante.
Y Darwin pagó esta indiferencia no destinando a nuestros pagos más que unas pocas palabras de su Voyage of The Beagle. "Rozario sic" se limita a escribir "es una dilatada villa (large town) construida en un llano terminado en un tajo que domina el Paraná desde unos sesenta pies"; y luego pasa ocuparse del inmenso río, de sus islas, y de las barrancas. Premonitoriamente, ve en el curso de agua un importante medio de comunicación capaz de unir naciones; pero eso no le alcanza para prever el futuro portuario de la villa donde extiende su recado para dormir. Darwin no anticipa ni la estación Rosario Central, ni la iglesia anglicana de Paraguay y Urquiza, ni el Museo Angel Gallardo; es verosímil, sin embargo, que, en la tibia madrugada del primero de octubre, un sueño lo haya llevado a entrever algún rincón de la calle Pichincha.
(*) Filósofo y epistemólogo