Montaña, cascada y piedrita. Eso era Córdoba para mí, un lugar aburrido hasta el tedio. Claro, es que en todos mis veranos de chiquito había ido decenas de veces a la casa de mi tía en Capilla del Monte, y deduje que las sierras eran sólo eso. Hasta que alguien me dijo: "¿Pero, cómo, vos nunca fuiste a Mina Clavero?. Ah, no, eso es otra cosa". La frase sonaba de uno y otro, y casi que no la creía. Hasta que fui. Y descubrí que el paisaje de Traslasierra no sólo es infinitamente superior al de Punilla, sino que también es un pasaporte a la aventura. Salimos dispuestos a pasar cuatro o cinco días tranqui. Partimos un domingo, con valijas, gorros, camperas, mate y todas las pilas. Los cuatro que subimos al auto fuimos los mismos de siempre: mi mujer Sandra, Julián, Gina y quien suscribe. Y la consigna se mantuvo firme: el viaje empieza cuando el motor se enciende. Todo fue relativamente normal hasta que nos topamos con el famoso camino de las Altas Cumbres. "Es divino", me habían dicho. Claro, nadie reparó en que Sandra y Gina se marean mal cuando el auto agarra dos curvas complejas. Y allí había más de cien kilómetros de curvas sinuosas. Pero cuando se sale de viaje lo feo pasa rápido. Así que paramos, sacamos unas fotos en la Quebrada del Condorito, y seguimos. Mina Clavero no es una ciudad atractiva en sí misma. Es más, llegamos un día nublado, último domingo de vacaciones de invierno en Córdoba, y la quietud que había se parecía mucho a la tristeza. Pero descubrimos que lo bueno estaba explorando esos caminos de tierra, chiquitos, con muchas piedras, y una vegetación variada. Así llegamos al Museo Rocsen. Lo primero que se nos pasó por la cabeza es cómo puede ser que a alguien se le ocurra instalar una muestra en un lugar perdido en el medio de la montaña. Ese personaje se llama Santiago Bouchon, es un francés que entendió que ese museo con más de 15.500 piezas debía estar ahí. Y ahí está. Con una fachada de 49 estatuas realizadas por él mismo que representan la evolución del pensamiento. Adentro, se puede ver desde una cabeza reducida por los jíbaros, hasta un rincón con instrumentos musicales de todas las épocas, una carreta colonial, una moto de los sesenta, el flower power en cajitas de fósforos de los setenta y la representación de una casilla de una villa miseria muy del nuevo siglo. Todo muy lindo, pero los chicos querían más vida salvaje y no tanta historia encerrada en un museo. O sea, si habían llegado a la montaña querían trepar. Así fue como arribamos al Nido del Aguila, un lugar donde había que hamacarse con el auto para llegar, pero se pudo. La escalada fue bárbara, pero con algunos sobresaltos. Sandra terminó con la cintura a la miseria, y yo me caí varias veces sobre las piedras, mientras Julián trepaba como el Hombre Araña y Gina se escabullía por las rocas como si fuera una hormiguita. La noche fue más reparadora. Era el turno de respetar los deseos de los grandes y decidimos degustar un exquisito chivito al asador y pejerrey, dos manjares típicos del lugar. Lamento comunicar que este placer no lo puedo transmitir en palabras, hay que hincar el diente y nada más. El viaje continuaba y la aventura también. Por eso decidimos (decidieron) ir a conocer la Quebrada del Toro Muerto. Otro camino bravísimo y largo pero con una frutilla de postre: una olla con ocho metros de profundidad entre medio de una montaña desde donde caía una cascada. Mucho verde, piedras y piedritas, y un lugar agradable para tomar mate con bizcochitos. Ah, claro, también para escalar y explorar. Cosa que hicimos, desde ya. El dique La Viña es otra de las atracciones de Mina Clavero. El embalse está ubicado sobre el río de Los Sauces y, con sus 102 metros, está considerada la presa más alta de Sudamérica. Y hasta allí también llegamos. Mi cara fue terrible cuando un guía de turismo dijo: "Si quieren pueden subir con los chicos a la montaña". Unos metros más arriba, decidimos que ya era hora de que los grandes impongan su autoridad sobre los pequeños. "¿No les parece apropiado que bajemos?", les dije, y refunfuñando, aceptaron. Y llegó el momento del viaje de vuelta. Tomamos por Alta Gracia para evitar los mareos, pero la pifiamos. Si las Altas Cumbres tiene curvas sinuosas, las de Alta Gracia son sinuosísimas. Pero ya estábamos entregados a la aventura. Después alguien dijo un disparate, y nos echamos a reír. Pedro Squillaci
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