| | Reflexiones Sacerdotisas
| Manuel Vicent (*)
Cuando la religión comenzó a gestarse, las primeras divinidades fueron todas femeninas. En las tanagras más antiguas se las representaba con el talle esbelto si eran vírgenes o con el vientre ancho y abultado si eran diosas maternales. Por otra parte la tradición de las sacerdotisas como servidoras del culto, desde las vestales a las valquirias, palpita aún en el subconsciente de los fieles. Juan Pablo I, el antecesor de Wojtyla, aquel papa que duró sólo un mes, salió un día al balcón de la plaza de San Pedro y en medio de su alocución, exclamó: "Dios no es Padre, Dios es una Madre". Fue, tal vez, la verdad teológica más profunda que se haya pronunciado nunca en el Vaticano, pero esa proclamación hizo temblar la pared maestra de la Iglesia y poco después aquel papa fue apuntillado con un café muy cargado al amanecer. Ahora su sucesor Juan Pablo II acaba de excomulgar a siete mujeres ordenadas sacerdotes. La neurosis que el sexo femenino produce dentro de la Iglesia Católica se deriva más de la necesidad de defender el poder del dios macho, que de la suciedad mental del pecado. Hace años conocí a una sacerdotisa protestante en un pueblo escandinavo que se había pagado los estudios de Teología haciendo strip-tease en un antro de Copenhague. Asistí a uno de sus oficios como ministra del Señor. Vestida con sotana de diseño, golilla trenzada, roquete y estola de oro, con suma unción impartió la palabra, dio la comunión a los fieles y al final bendijo con gran dominio de las tablas las cabezas de aquellos campesinos endomingados, que la miraban con gran veneración mientras cantaban salmos. En aquel templo tuve la sensación de que el cuerpo de la mujer está más preparado que el del hombre para servir de médium con cualquier divinidad. Posee más conexiones húmedas entre el vientre y el cielo. Aquella sacerdotisa escandinava parecía tocada por un misterio muy antiguo. De joven había sido bailarina de un burdel elegante. Por la mañana asistía a las clases de Teología en la Universidad para conocer los libros revelados y por la noche mostraba el sexo a unos seres solitarios, pero al verla ahora en el presbiterio cubierta con las vestiduras sagradas la imaginaba tan pura como en la génesis de la religión serían las sacerdotisas de Eleusis o las oferentes sexuales de Artemisa. Si las mujeres subieran al altar no habría más pecado, sino un cambio de poder y la recuperación mágica de la belleza del paganismo. Por eso no se las deja pasar. (*) El Pais - Madrid
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