Corina Canale
En estos días del cálido invierno correntino, hombres con cañas y aparejos llegan a Goya, apacible lugar de la costa paranaense que aún conserva aires pueblerinos. Son los pescadores que vienen a la ciudad que extrañamente mira hacia el río. La temporada de pesca, de abril a noviembre, está en su apogeo; los deportistas del silencio saben que surubíes, dorados y tarariras esperan en los riachos de Isoro, Soto y Guarapo. Es, también, el tiempo de saborear un "mbapuy", el guiso de pescado que cocinan deliciosamente en el parador El Nono, con un vino suave y escuchando un chamamé entrador. A la isla de Guarapo, un pesquero de mil hectáreas, los nativos le dicen Guarapo Abierto porque está río adentro, en lo más silvestre del delta. Hay tanto silencio que se escuchan los carpinchos trepando a los camalotes y los brincos de los dorados en los arroyos. Los guías goyanos, hombres que nacieron y se criaron en el intrincado delta correntino, saben dónde están los mejores pesqueros y cuál es la técnica adecuada a cada captura. Y a la noche, alrededor de las carpas, la música y los sapucays alegran las tertulias donde se cuentan las experiencias del día. Arquitectónicamente, esta ciudad doblemente centenaria muestra el esplendor de sus edificios, como el de la Sociedad Italiana, del siglo XIX y estilo francés, y otras delicias como el Club Español, el Social y la Casa de la Cultura. Y vaya a saber por qué extraño designio, todos los años a fines de noviembre llegan a Goya las golondrinas que vienen desde San Juan de Capistrano, en California, en un vuelo largo y misterioso que las acerca a las barrancas coloradas del Paraná. También a estas costas llegó en 1904 Lorenzo Tomasella, desde el pueblo italiano de Treviso, quien venía con sus ocho hijos a probar suerte en el nuevo mundo. Durante el viaje una tormenta sacudió tanto la nave que el "gringo" prometió, si la furia de los cielos amainaba, construirle una capilla a Nuestra Señora del Buen Consejo. Con sus propias manos levantó paredes y techos, construyó bancos y oratorios, y talló candelabros, crucifijos y una imagen de la virgen. Según cuentan, fascinado por la lectura reciente de La Divina Comedia, talló un oratorio de madera de algarrobo donde plasmó su particular visión del infierno. El hombre cumplió su promesa pero esa talla conmovió tanto a los creyentes que comenzaron a llamar al pequeño templo "la capilla del diablo", porque las figuras del oratorio les recordaban a los demonios que viven en las oscuras salamandras. En un principio estas tierras correntinas fueron un amarradero natural, sobre el bravío Paraná, donde fondeaban los barcos que iban y venían entre Buenos Aires y Asunción. Mientras surgía el caserío, y el pueblo que nunca fue fundado comenzaba a insinuarse, los marineros acuñaron una frase: "vamos al puerto de Goya", nombre de una mujer que hacía sabrosos quesos. En ese tiempo, alrededor de 1792, la libra esterlina era moneda de uso corriente en esta ciudad. La divisa europea había sido introducida por los hermanos Robertson, dos poderosos comerciantes ingleses que se quedaron para siempre en el lugar. Eran los años en que el pueblo crecía, el puerto se afianzaba y el colonialismo español tambaleaba en toda América; los criollos, base étnica de la población, pronto se mezclaron con las corrientes colonizadoras de italianos y españoles y la idea de libertad comenzó a dejar de ser una quimera. Y a esa aldea que prosperaba junto a las barrancas coloradas del Paraná llegaron en la época de Rosas un hombre y una mujer que habían desafiado nada menos que a la iglesia y a una sociedad pacata y despiadada: Camila O'Gorman y el cura Ladislao Gutiérrez, protagonistas de una historia de amor que terminó trágicamente. Años después la llegada de tantos inmigrantes decidió al gobierno del entonces presidente Nicolás Avellaneda a construir, en 1875, el Hotel de los Inmigrantes, que nunca se usó porque los colonos extranjeros tomaron otros rumbos; el edificio fue depósito de tabaco y ahora es la sede de la Guarnición Militar. La nostalgia de los italianos por su terruño construyó la iglesia de San Antonio, una pirámide con la imagen de Giuseppe Garibaldi, y la catedral de Nuestra Señora del Rosario, inspirada en la arquitectura corintia de la basílica de Novara. Después llegaron los pescadores y convirtieron al surubí en una Fiesta Nacional, que cada año convierte al muelle flotante en el escenario Juan Melero, para cobijar a deportistas y cantores. Pero no todo es pesca en Goya; también se pueden realizar cabalgatas que se adentran por los verdes laberintos que forman las enredaderas gigantes, y caminar por la jungla hasta las orillas de los riachos, donde dormitan las tortugas y los yacarés.(Télam)
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