| | Reflexiones La muerte religiosa
| Eduardo Haro Tecglen (*)
Todas las religiones son lúgubres, a veces con un disfraz tristísimo de alegría. Todos los tribunales son lúgubres, revestidos de justicia. Esa es la peor palabra: confiar en la justicia humana o divina es esperar el dolor. El Constitucional absuelve a los padres que, por su religión, negaron la transfusión de sangre a su hijo de 14 años, y él mismo, mesmerizado por esa religión (Testigos de Jehová), se negó a esa impureza: murió. Yo tampoco los condenaría: estaban alienados. Podrán ir a un manicomio. Cuando oigo a Zapatero prometer que gobernará un Estado "más laico", me parece también lúgubre: se es laico o no, pero no sólo más o menos. Las religiones son unas creencias que deben ser libres, excepto cuando hacen un daño físico o metafísico. La inducción a un muchacho para que se deje morir antes que recibir sangre de otro es un delito metafísico que se convierte en codificado si produce la muerte. La ablación del clítoris de las mujeres es un delito físico que obedece a unas leyes religiosas, no expresas, porque se las priva del placer sexual que podría llevarlas a adulterios sin fin: parece que por esa razón, cuando, a pesar de todo, llegan al adulterio, hay que apedrearlas hasta la muerte. Aquí los tribunales condenan la ablación: no sé si algún caso llegará al Supremo y si en ese caso su respeto a las religiones absolverá a los mutiladores. Hay padres musulmanes que hacen la circuncisión a sus hijos con los dientes (se suele encomendar a mujeres esa tarea): uno, en España, se ha llevado parte del glande del niño. La religión católica prohíbe el uso de los contraceptivos; los embarazos no deseados en niñas salen de ahí, y los abortos que aún son clandestinos, y la transmisión de enfermedades venéreas cuyas víctimas estamos contando ahora por decenas de millones. Cierto que propone otra solución, que es la castidad de una manera absoluta -un poco de castidad no resuelve-, pero ya sabemos que es imposible, y que hasta sus mejores predicadores caen en la lujuria, a veces en la más despreciada por la sociedad -la pederastia-, a veces en los centros de misión en tierras de infieles. Hubo papas lujuriosos y dinásticos. Un Estado laico, y Zapatero lo sabe, pero no lo dice, es el que no abraza ninguna religión: pero también aquel en que sus jueces, profesores, periodistas, guardias, ciudadanos normales, impiden, cuando lo saben, que se practique el lado lúgubre de la religión. Imaginemos por un momento que las adúlteras fueran asesinadas en España -algunas todavía lo son-; y naturalmente, los hombres también. Esto sería un desierto. (*) El Pais - Madrid
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