| | Reflexiones América ¿poslatina?
| M. A. Bastenier (*)
Un amerindio, Evo Morales, ha quedado segundo en las elecciones presidenciales de Bolivia y aspira a la presidencia; Alejandro Toledo, quechua, fue elegido democráticamente presidente de Perú; en Ecuador gobierna la colonia por medio de Gustavo Noboa, pero hay un movimiento indígena cada día más pujante y capaz de pensar el país; en Venezuela, el mulato Hugo Chávez gobierna constitucionalmente, aunque de forma un tanto imprevisible y, finalmente, en Brasil se perfila con fuerza -a la tercera o cuarta va la vencida- la candidatura de Luis Inazio Lula da Silva, que, incluso con toda la moderación que le inspira la opción presidencial, no puede negar que representa una formulación excéntrica a la clase política que siempre ha gobernado en la gran nación ibero-afro-americana. Queda en esa América andina sólo Colombia, donde los equilibrios étnicos son otros, y, sobre todo, donde lo afroindio se recluye en jungla y montaña, ocultándose el problema tras una guerra alimentada por el narco. No todos los casos son, por añadidura, idénticos, aunque todos apuntan en una misma dirección. El cholo Morales querría ser un presidente antiimperialista, que es a lo que el venezolano Chávez llama bolivariano, y el aspirante brasileño, socialdemócrata, términos en los que se identifican tanto diferencias como parecidos. El primero habla en nombre de un 70% de indígenas, desde una plataforma para la que la colonia sólo puede ser un mal recuerdo, y la independencia, un enjuague insuficiente. El general Sucre no es imprescindible para su reivindicación. El venezolano, cuarterón, pero, sobre todo, militar, sí que reivindica, en cambio, la rebelión de Bolívar contra la colonia, que, como es sabido, fue una guerra civil criolla. Lula, difuminado en algún punto de la extensa gama atezada de Brasil, propone, por su parte, algo parecido a una izquierda posible a la europea. Y, por último, Toledo sugiere, dentro de su caótico mensaje, que el Fondo Monetario es la sola vía de salud para su pueblo, pero por algo sus cotas de impopularidad llegan hoy hasta el infierno. Lo que, sin embargo, tienen todos en común es su alejamiento crítico de la línea dinástica del virreinato, fuera español o portugués; o en otros términos, la recuperación del país para el gobierno de la mayoría. En Guayaquil le pregunté hace unos meses a una destacada antropóloga, Nilda Velázquez, que ha trabajado mucho para la inserción en el país político del Ecuador indígena, si era consciente de que ella era española, a lo que respondió tras un par de segundos de sorpresa por cuestionamiento tan directo como inusual, que sí, que lo sabía; aunque haya consagrado su vida a procurar que ese privilegio con el que nació, algún día se termine. Y de Colombia hay que decir que es el único país, aparte de España, donde siempre, ininterrumpidamente, han mandado los españoles. Los de allá, por supuesto, y de los que el presidente electo, Alvaro Uribe Vélez, es hoy el último avatar. La presidencia de Fujimori en Perú ya avisó de que algo estaba cambiando en la sierra y el valle andino; de que comenzaba a erosionarse el tabú de que el otro color sólo pudiera llegar al poder por la vía de la asonada militar. Y España debería tomar buena nota de ello. Para cuando lo precolombino gobierne en la América de los Andes, convendría que España contara, por lo tanto, con los instrumentos de acción diplomática que mejor sirvieran a esa realidad, que va a ser seguramente mucho menos amena que todo lo conocido hasta la fecha. Y eso se llama ayuda y preocupación del Estado español por esos países, todo lo que, sin duda, es ya una realidad de nuestra política exterior, pero con medios casi siempre insignificantes. España tiene 690 diplomáticos; Suecia, 1.200, y no digamos Francia. Pero el mayor activo a nuestro favor es hoy una poderosa corriente andina de trabajadores que aspiran a construir en España su futuro. Y la mejor manera de que cuando llegue el día, la América indígena nos mire aprobadoramente, sería la de que varios millones de españoles, ya para entonces de segunda o tercera generación, tuvieran los rasgos del valle incaico o de la asoleada epidermis del Caribe. Una parte de esa América, que un francés avispado bautizó latina, podría estar dejando de serlo. Cuando llegue la hora, que Amerindia no nos pille desprevenidos. (*) El Pais - Madrid
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