La decisión de Carlos Reutemann de desestimar la candidatura que le fuera ofrecida en bandeja de plata por el presidente Duhalde tiene una doble lectura. En primer lugar, puede considerarse como un golpe demoledor a los planes del gobierno por aferrarse al poder político. Con su negativa, la vieja guardia política ha quedado huérfana del nuevo rostro que necesitaba para zafar del reclamo de "que se vayan todos" y, entonces, debe encarar algo que le aterra sobremanera: revalidar todos los cargos. Pero en segundo término, el rechazo de Reutemann representa el final de una ilusión mágica acariciada por el pueblo argentino: creer que un candidato atractivo, por sí mismo, puede recuperar la grandeza perdida y terminar con la pesadilla de los últimos años, independientemente de las ideas que tenga. Este "fashion político", que no requiere esfuerzos intelectuales ni implica mayores costos, ha sido fatal cuantas veces fue aplicado en los últimos tiempos.
A los argentinos nos cuesta muchísimo comprender que más importante que las imágenes creadas por los publicitarios son las ideas de los candidatos y el modelo económico en que están pensando. Tales ideas se refieren a las cuestiones fundamentales que definen el sistema en que vayamos a vivir los argentinos:
* Las reglas constitucionales para organizar y administrar un buen gobierno.
* Los cambios a introducirse en el sistema tributario para que los impuestos no destruyan la actividad privada.
* La urgencia en reducir el gasto público, que no puede ser financiado con ingresos genuinos.
* La necesidad de derogar toda rigidez en las leyes laborales para terminar con la desocupación.
* La importancia de respetar el orden jurídico para preservar los derechos individuales.
Sin el acertado diseño de estas cuestiones fundamentales, es imposible alcanzar un orden social que permita a los ciudadanos cooperar espontáneamente dentro de la división social del trabajo para satisfacer todas sus necesidades públicas y privadas.
A la tradicional viveza criolla y al inveterado estilo de zafar de los problemas ignorándolos, debemos cargar la culpa de nuestros fracasos. Nos cuesta entender, en toda su amplitud, que las reglas y las instituciones son más importantes que las personas. A pesar de nuestras desventuras, seguimos pensando que las reglas son límites molestos, que pueden ser tiradas por la borda precisamente cuando se hace necesario respetarlas. Además, tenemos la fatal convicción de que quien ostenta el poder no queda sometido a ellas, precisamente porque cuando él las sanciona hace la ley y también hace la trampa. Esta deformante visión de la moralidad se produce porque tenemos la innata inclinación a pensar que sólo importan el caudillo, el conductor iluminado o la mujer providencial y que todo lo demás se dará por añadidura.
Pero ahora vamos a tener que examinar las ideas de los candidatos para conocer en qué sistema económico y social
iremos a vivir. Sólo tenemos tres grandes opciones o modelos ideológicos, con las variantes que puedan introducirles el marco cultural y moral al momento de ser aplicados: el socialismo, el intervencionismo y el capitalismo.
El socialismo
Algunos de los candidatos que están en danza profesan ideas socialistas. El dogma fundamental de esta ideología es que la economía de mercado constituye un sistema que lesiona los intereses de la mayoría de la población en beneficio exclusivo de una minoría de individuos inescrupulosos, dispuestos a corromper a los funcionarios para conservar sus privilegios. Las conclusiones políticas extraídas del dogma socialista no son uniformes y oscilan entre la variante socialdemócrata y el extremismo trotskista.
Algunos declaran que para acabar con estos males sólo existe un camino: abolir la propiedad privada, volver a estatizar las empresas de servicios públicos, nacionalizar los bancos y confiscar las grandes empresas sin pagarles indemnización, estableciendo revolucionariamente el socialismo o capitalismo de Estado. Pero cuando este sistema se implanta, los consumidores ya no pueden determinar con sus compras y abstenciones de consumo qué cosas deben producirse, en qué cantidad y de qué calidades. En lo sucesivo, serán los funcionarios políticos los únicos llamados a dirigir todas las actividades de la producción, el comercio exterior, la banca y los servicios públicos. La población tendrá que someterse sumisamente a sus mandatos sin poder manifestar su protesta ni reclamar por la libertad de prensa o de opinión, porque estos derechos son considerados meros prejuicios burgueses.
El intervencionismo
Entre los candidatos que encabezan las encuestas, existen otros que parecen menos extremos. Rechazan tanto al socialismo como al capitalismo y recomiendan la tercera vía como sistema de organización económica de la sociedad. Son intervencionistas o partidarios de la tercera posición. Lo que les otorga popularidad es la forma en que contemplan los problemas económicos. Según ellos, los capitalistas y empresarios por un lado y los trabajadores por la otra parte, están en permanente conflicto por el reparto de las ganancias del capital y las rentas de la empresa. Ambos bandos reclaman toda la torta para sí. Ahora, dicen los políticos intervencionistas, hagamos las paces dividiendo la torta en partes iguales.
El Estado intervencionista aparece como árbitro imparcial para limitar la codicia de los capitalistas y asignar parte de las ganancias a las clases trabajadoras. Así piensan destronar el capitalismo sin entronizar el socialismo totalitario.
Sin embargo, esta manera de resolver el problema es completamente falsa. El antagonismo entre capitalismo y socialismo no es una disputa sobre la distribución del botín, es una controversia sobre cuál de los dos planes de organización económica de la sociedad conduce al mejor logro de los objetivos que las personas consideran como la última finalidad de la economía: el mejor abastecimiento posible de los artículos y servicios útiles.
El capitalismo quiere alcanzar estos objetivos mediante la empresa y la libre iniciativa, respetando la propiedad privada pero dentro de un orden competitivo, es decir sujetos a la supremacía de los consumidores en un mercado sin interferencias estatales. Los socialistas, en cambio, quieren reemplazar los planes de cada uno por un único plan de una autoridad central en manos de los políticos. Pretenden volver a implantar el monopolio exclusivo del Estado en materia económica.
El antagonismo entre ambos no se refiere a la forma en que se distribuyen los bienes sino a la manera en que se producen las cosas que la gente quisiera tener. El conflicto es irreconciliable y no da lugar a ninguna componenda porque quienes deben ocuparse de esos asuntos son: o los consumidores a través del mercado o el gobierno a través de sus autoridades políticas.
El intervencionismo, por su parte dice respetar la propiedad privada así como la empresa particular creyendo que el gobierno tiene el deber de restringir, mediante decretos y regulaciones las decisiones de los empresarios para que sus ganancias excesivas no perjudiquen a los pobres. Entonces el gobierno intervencionista no tiene más remedio que meterse a controlar precios y a raíz de ello, las empresas comienzan a trabajar con pérdidas, dejan de invertir y no amplían el campo de sus operaciones, generándose la descapitalización, el desabastecimiento y la desocupación porque no hay estímulos que incentiven las inversiones privadas.
Por supuesto que este resultado es contrario a las intenciones del gobierno, que quería facilitar buenos servicios con precios bajos. Para evitar que empeore el abastecimiento, se ve forzado a eliminar las causas por las cuales la actividad de las empresas no es rentable. Al primer decreto deberá agregar muchos más, regulando los factores de producción necesarios para que puedan producirse y distribuirse los insumos esenciales. Pero, la oferta de esos factores productivos por parte de los proveedores locales disminuirá con las regulaciones y el gobierno pronto se encontrará en el punto de partida. Si no quiere admitir su fracaso, tendrá que seguir adelante y deberá fijar precios de todos los artículos de consumo y de todos los factores de producción. De este modo va invadiendo todas las ramas de la producción, porque si alguna queda libre de la regulación estatal, entonces los capitales tenderán a desviarse hacia ellas.
Cuando se llega a tal estado de intervención, la facultad para decidir habrá pasado de manos privadas al gobierno y eso ya no es capitalismo sino planificación global de la economía por el Estado, es decir, precisamente: socialismo totalitario.