Conocer El Salvador es una experiencia cautivante. El centro de la ciudad está lleno de puestitos que venden todo lo que una persona pueda necesitar. Además posee universidades, plazas y parques no muy bien cuidados, y hotelería para todos los gustos. A 30 kilómetros se encuentran el sitio arqueológico Joya de Cerén, una comunidad agrícola que fue violentamente enterrada por una erupción volcánica en el año 600 de la era cristiana, por la explosión de la loma Caldera, en una tragedia comparable a la de Pompeya. Este es un sitio excepcional debido a su perfecto estado de conservación y fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Muy cerca de San Salvador está el volcán Ilopango y la laguna del mismo nombre, un sitio propicio para compartir momentos agradables en contacto con la naturaleza. Siguiendo con la cadena de volcanes de Centroamérica, también se encuentra el Izalco, con movimiento continuo de fumarolas. En todo el país se encuentran petrograbados y ruinas precolombinas, destacándose la de Tazumal, cerca de la localidad de Santa Ana. Lo mejor del país está en el oriente, donde se extiende la selva montañosa y los lugareños cuentan hazañas de la guerrilla. En este sitio la hospitalidad de la gente es incomparable. Haciendo escala en San Miguel se llega a la playa El Cuco, un pueblo de pescadores de arena fina y blanca, palmeras y un mar más que cálido (26º centígrados) que invita a no abandonarlo. A lo largo de la extensa playa van apareciendo esteros y desembocaduras de ríos con una vegetación exuberante, donde no se recomienda adentrarse por la presencia de cocodrilos. Aquí hay algunos hoteles de mediana calidad, muchas fincas privadas y al final, antes del último estero grande, un barrio de casas de madera techadas en paja sobre pilotes, cuyos moradores ofrecen comidas tradicionales. Las callecitas son de arena y se camina para todo. Ni hablar de bancos, colas de espera y grandes negocios, sólo existe el almacén del pueblo. Patricia Roldán
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