Sebastián Riestra / La Capital
Las novelas policiales fueron, siempre, una pasión secreta. Sólo admisibles bajo el calor tórrido del verano y preferentemente si se estaba tendido en una reposera junto al mar, esos libros que por su misma esencia no parecían destinados a permanecer en biblioteca alguna terminaron siendo, ajados y marcados, los que quedaron guardados en el mejor lugar posible: el del deseo. Y sí, corresponde confesarlo. Séptimos círculos o series negras de por medio, arrancando en infancias junto a Agatha y desembocando en juventudes consumidas al lado de Chandler y de Dash, se terminan descubriendo los errores de los cuales peca la formación literaria que se mama en las llamadas facultades de letras o en los cenáculos que creen que el único vehículo para llegar a la trascendencia arranca en un punto llamado Kafka, Joyce o Proust. Y no. Ya es hora de admitirlo. Muchos de los que se barnizan con pátinas supuestamente cultas sólo gozan cuando leen... policiales, como el marido fiel que muestra su verdadera cara en otra parte. Para ellos, entre otros, ha escrito Eduardo D'Anna "La jueza muerta", que más allá de ocasionales desniveles o caídas se convierte ya en la página diez en una de esas novelas que nos van a provocar ojeras al día siguiente. Imposible de soltar. El lector -es decir, uno- se sumerge en la vorágine y no sale. Atrapante, violenta, pasional, la obra de D'Anna se desarrolla sobre las coordenadas que dibujó David Goodis en la década del cincuenta. Escrita en una primera persona que involucra de inmediato a quien la lee, su mayor virtud es que combina el interés por el destino del protagonista-narrador, un abogado del foro local envuelto en el crimen de su amante (magistrada de largas piernas y excelente retaguardia), con un lenguaje que se sitúa en el lugar exacto, desbordado y duro. Ajena a toda presunción o frialdad, la prosa del poeta que es D'Anna se aleja, por suerte, de la poesía y golpea bajo, donde duele, a pesar de ciertas desprolijidades que al novelista no parecen importarle. Es que la urgencia es otra. Hay que narrar. Y así el lector va cayendo, capítulo a capítulo, en el mismo abismo que el héroe, apenas un rosarino más. Y si bien es dudoso que un rosarino atraiga a otros rosarinos, resulta reconfortante seguir las peripecias de nuestro letrado devenido detective entre las calles de la ciudad que se camina día a día, encontrar referencias familiares, entrar a los mismos bares, compartir pasiones y fobias. Y ver el espacio de la propia vida convertido en ámbito del mito. El amor como obsesión y el sexo como tragedia, la madurez como telón final de los horizontes y el deseo como sustracción a la ferocidad de lo cotidiano son el escenario sobre el cual la novela juega con sus actores. En el cúmulo de acontecimientos del relato, queda como trasfondo la búsqueda de una respuesta al enigma de todos los enigmas: por qué el tiempo va sólo hacia adelante. En el periplo furioso del protagonista hacia una verdad que se desdibuja surge el temple de D'Anna para manejar el barco que puede zozobrar en la tempestad. A veces, naufraga en el lugar común y hasta en la cursilería. Pero el final del viaje encuentra al lector tembloroso, aferrado al libro en busca de esa última página que lo alivie después de una vertiginosa incursión por la belleza que suele cobijar el infierno.
| |