Arequipa, la ciudad donde nací, acaba de ganar una ardorosa batalla contra la modernización. Declarándose en huelga, desempedrando las calles, destruyendo locales públicos, enfrentándose a pedradas a la policía en refriegas callejeras que han causado dos muertos y muchos heridos, miles de arequipeños, encabezados por su alcalde, Juan Manuel Guillén, y varios burgomaestres locales (que se declararon en huelga de hambre) consiguieron que el gobierno peruano suspendiera la privatización de dos empresas eléctricas regionales, Egasa y Egesur, que habían sido otorgadas en licitación a una firma belga. Además, los huelguistas saborearon un suplementario añadido a su victoria: que el gobierno del presidente Toledo, asustado por la magnitud de la protesta que amenazaba con extenderse a otros departamentos, se humillara públicamente pidiendo excusas al pueblo arequipeño pues uno de sus ministros osó llamar "violentos" a los insurgentes de la Blanca Ciudad.
El ministro en cuestión, Fernando Rospigliosi, probablemente el mejor ministro del Interior que ha tenido el Perú en muchas décadas (hizo la más radical reforma de la Policía Nacional que se recuerde, limpiándola de elementos antidemocráticos y corruptos) renunció a su cargo.
Nada de esto debería sorprender a quien siga de cerca la situación en América latina. En tanto que la democratización se ha estancado, o da marcha atrás en países como Venezuela, en el orden económico hay un renacimiento del populismo como consecuencia del fracaso de ciertas reformas de apertura y privatización, presentadas de manera falaz como "neo-liberales", de la gravísima crisis por la que atraviesa Argentina y de a que parece irse gestando en Brasil, donde Lula da Silva, líder mblemático del populismo continental, encabeza con cerca del 40% todas las encuestas para las elecciones presidenciales del próximo octubre. Lo ocurrido en el Perú en las últimas semanas es, por desgracia, un indicio de lo que puede llegar a ser una constante latinoamericana en el futuro inmediato: frustrados en sus expectativas de trabajo y mejores niveles de vida que, azuzados por demagogos y políticos oportunistas ávidos de poder, atribuyen a la "globalización neoliberal", los pueblos latinoamericanos con la solitaria excepción de Chile, sin duda, que se halla ya demasiado avanzado en el camino de la modernidad para retroceder, de golpe o de a pocos, recaen en el viejo modelo nacionalista y estatista del "desarrollo hacia adentro" al que, junto con las dictaduras, deben su marginación y su miseria.
Caricatura
A menudo, una reforma mal hecha es todavía más perjudicial que la falta de reformas. Ese ha sido el caso del Perú, donde la dictadura de Fujimori "privatizó" un buen número de empresas públicas durante los años ominosos de 1990-2000. Esas privatizaciones eran, claro está, una caricatura grotesca de lo que es y de lo que persigue la transferencia de empresas del Estado al sector privado, algo que se hace para sanearlas, modernizarlas, obligarlas a competir y prestar mejores servicios a los consumidores. En verdad, se hacían para convertir monopolios públicos en monopolios privados, para favorecer a determinadas personas y grupos económicos vinculados a la camarilla gobernante, y, sobre todo, para que Fujimori, Montesinos y toda su ralea cortesana de militares, empresarios y funcionarios se llenara los bolsillos con comisiones y tráficos de muchos millones de dólares. Naturalmente que semejantes privatizaciones no beneficiaron en nada al pueblo peruano (como sí han beneficiado las hechas en España o Chile a españoles y chilenos) y más bien lo perjudicaron y frustraron. No es de extrañar que a la sola idea de que las empresas eléctricas regionales fueran privatizadas, millares de arequipeños se lanzaran a las calles, a librar una batalla tan romántica como anti-histórica.
Porque, la privatización, aunque sirviera a Fujimori y Montesinos de pretexto a asquerosas pillerías, es un paso indispensable para países como el Perú, si quieren salir de la pobreza. El único medio a través del cual pueden modernizar industrias a las que la administración estatal ha inutilizado, vuelto obsoletas y que gravitan como una pesada carga sobre los contribuyentes, que deben subsidiar su artificial existencia. Si una privatización está bien hecha -transparente, abierta y rigurosamente regulada por la ley- sus consecuencias son siempre beneficiosas para el conjunto de la sociedad. En el caso de Egasa y Egesur, además, aquella operación tenía la virtud de mostrar al mundo que, pese a la desconfianza de los inversores internacionales hacia América latina después de las pérdidas experimentadas por muchas empresas a raíz de la crisis de Argentina, la situación económica en el Perú, aunque todavía de modestos logros pero bien encaminada y de excelente calificación ante la comunidad financiera, era capaz de atraer capitales extranjeros, algo absolutamente imprescindible para aumentar el empleo, ya que la desocupación es el problema primero del país.
Estas razones no fueron bien explicadas por el gobierno al pueblo arequipeño; dadas las circunstancias, era necesaria una labor pedagógica, que limara los prejuicios y explicara las bondades de la medida. Aunque, tal vez, los sentimientos de Arequipa contra la privatización eran más potentes que todos los argumentos racionales.
Impidiendo que las empresas eléctricas pasaran a manos privadas, los huelguistas de Arequipa creían estar luchando contra la corrupción y por la justicia y los pobres, pero, en verdad, estaban librando una batalla a favor de más atraso y pobreza para un departamento que, acaso, sea el que en los últimos veinte años ha retrocedido más en el Perú en lo relativo a las oportunidades de trabajo y condiciones de vida. Sus industrias han ido desapareciendo, una tras otra -mudándose a Lima o cerrando-, y sus mejores cuadros profesionales emigrando hacia la capital o el extranjero, después de que, en los años sesenta, su desarrollo empresarial parecía sostenido y un motor cuyo dinamismo contagiaría todo el sur del Perú. En estas condiciones, que una buena parte de la población arequipeña se movilizara para cerrarle las puertas a una empresa extranjera que pagó por Egasa y Egesur unos 168 millones de dólares, gran parte de los cuales iban a quedar en la propia Arequipa, parece un contrasentido, un caso de obnubilación colectiva. Las consecuencias de lo ocurrido son todavía más graves. Ha aumentado el riesgo-país, lo que desalentará aún más la inversión extranjera, y precisamente en momentos en que los gobiernos del Perú y Chile compiten para atraer una inversión de Bolivia cercana a los 2,300 millones de dólares en instalaciones que permitan exportar el gas boliviano a través de uno de los dos países. Pero, si la historia peruana no estuviera plagada de casos como éste, el Perú no sería el pobrísimo país que es.
Hay que estar preparado para ver repetirse paradojas auto-destructoras de esta índole a lo largo y a lo ancho de América latina en los días que se avecinan. Las reformas mal hechas y a menudo esnaturalizadas por la cancerosa corrupción, y, también, sin duda, la recesión y la crisis económica en Estados Unidos y en Europa que tanto han golpeado de carambola a América latina, han tenido como efecto que el clima favorable para la modernización económica que reinó en el nuevo continente hace algunos años se haya entibiado en algunos países, y desaparecido en otros, a la vez que la vieja tentación del populismo, con su demagogia patriotera y su exacerbación histérica contra la economía de mercado, las empresas privadas, las inversiones, y, sobre todo, el satanizado "neoliberalismo", vaya recuperando un derecho de ciudad en los países en los que se le creía desaparecido después de haberlos arruinado. Ahora está allí, una vez más, vivito y coleando. Se adueñó de Venezuela con el comandante Chávez y, por lo visto, podría ganar las elecciones en Bolivia. En Argentina, dada la apocalíptica situación que allí se vive, no hay duda de que sus valedores encontrarán un oído receptivo en las masas empobrecidas y brutalmente confiscadas de sus ahorros, de sus empleos, y es posible que en octubre lleguen al poder en Brasil con los votos de una mayoría significativa.
Corrupción
¿Qué es lo que falló? Probablemente la causa primera del fracaso de esa tímida modernización emprendida en América latina haya sido la corrupción, que, como ocurrió en el Perú en la década de los noventa, vació de contenido los intentos modernizadores, al utilizarlos como una mera cortina de humo para tráficos delictivos y el saqueo de los recursos públicos. Y la mejor prueba de ello es que en Chile, el país donde la modernización de la economía se hizo de manera más transparente y efectiva (con escasos episodios de corruptela), ella ha impulsado un crecimiento que es un modelo para el resto del continente. La razón por la que la corrupción ha campeado y destruido muchas de las reformas emprendidas es la falta de instituciones sólidas, capaces de oponer un freno eficaz a los tráficos y operaciones ilegales pactadas entre el poder político y empresarios mafiosos para enriquecerse a la sombra de las reformas. Lo cual demuestra una vez más lo que todos los grandes pensadores liberales han defendido siempre: que no existe una economía de mercado digna de ese nombre sin una justicia pulcra y eficiente que defienda los derechos de los ciudadanos, y una información libre que permita una vigilancia permanente de las reformas en todas sus instancias. En otras palabras, que la libertad económica sólo puede ser una herramienta del desarrollo en un régimen de democracia efectiva y funcional. Hacer que muchos latinoamericanos hoy día desesperados por el crecimiento de la pobreza lleguen a aceptar estas ideas será ahora más difícil que antes. Pero la dificultad no debe paralizarnos ni cegarnos: hay que dar esa difícil batalla contra el renacimiento del populismo, porque éste sólo servirá para seguir subdesarrollando a América latina.
Aunque nunca he vivido en Arequipa (mi familia abandonó mi ciudad natal cuando yo tenía un año, y desde entonces sólo he estado allí de paso) siempre he tenido un gran cariño a la ciudad de mi madre, mis abuelos y mis tíos, quienes, en el exilio cochabambino, me llenaron la cabeza de paisajes, historias y personajes arequipeños, y me inculcaron que haber nacido allí, al pie del Misti, era un privilegio. Y por eso, en estos días, leyendo las noticias que llegaban de allá, he sentido tristeza. ¿Sabía lo que hacía Juan Manuel Guillén, un alcalde a quien tantos peruanos demócratas respetábamos por su gallarda actitud contra la dictadura, encabezando esta movilización popular a favor del atraso y la pobreza? Ella le ha hecho ganar popularidad, sin duda, pero el daño infligido a Arequipa y al Perú es incalculable. Las victorias de Pirro sólo son derrotas demoradas.