| | Editorial Muertes injustificables
| Los graves acontecimientos ocurridos en el Gran Buenos Aires que desembocaron en la muerte de dos jóvenes piqueteros tienen múltiples ramificaciones, pero lo sucedido se erige en un severo toque de alerta para la sana continuidad de la democracia. No resulta necesario desplegar artes adivinatorias para dilucidar los disparadores de la protesta social en la Argentina. El creciente desempleo en un marco de gran retracción de la economía pone a demasiada gente literalmente en los bordes del sistema, paso previo a la caída en situaciones de franca marginalidad. El hambre ha dejado de ser hace ya mucho tiempo una metáfora amenazante para convertirse en tremenda realidad en un país otrora próspero. Y entonces, si a esa explosiva situación se le suman el desprestigio en que han caído los partidos políticos y la consecuente crisis de representatividad, la manifestación callejera se vuelve un camino lógico, casi excluyente. Pero los piquetes -modalidad que adquirió notable auge en los últimos años- no respetan el derecho del resto de los ciudadanos a movilizarse libremente, hecho que se constituye en un notorio perjuicio para la sociedad y genera irritación en muchos que adherirían a la protesta si ésta se expresara de manera más civilizada. Además, en ellos confluyen elementos cuyo innegable objetivo es la profundización del caos con fines políticos. Pero eso de ningún modo justifica, como ciertos sectores parecen creerlo y hasta se animan a afirmarlo, la violencia que causó la muerte de dos jóvenes militantes, provocada por la policía bonaerense en un acto comparable con las atrocidades cometidas durante la última dictadura. Corresponde a la Justicia investigar y caer con todo el peso de la ley sobre los responsables. La salud del sistema democrático no tolera mayores dosis de violencia en un momento tan delicado como el actual, cuando todas las energías deben estar puestas en el hallazgo de una salida al laberinto económico. El accionar de aquellos que apuestan por la ruptura del orden institucional, indudables partícipes de los dos extremos del arco ideológico, debe ser repudiado, aislado y castigado por la sociedad. Hay que defender a la democracia de sus agresores: no existe otro camino si el lugar al que se pretende llegar es un país verdadero.
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