Menos el calor y la humedad, todo cambiaba en la ciudad que crecía recostada junto al río: entre 1906 y 1910, Rosario se acercaba a los doscientos mil habitantes. Con electricidad, agua corriente, desagües cloacales, gas, teléfonos y ciento diez kilómetros de líneas de tranvía, la calidad de vida había mejorado.
El paisaje chato empezaba a vestirse de arquitectura afrancesada. Mucha gente nueva trabajaba en el puerto, en los ferrocarriles, en el tráfico de cereales, en la industria frigorífica. Se oían y se leían todas las lenguas europeas. El orden urbano, la educación, la higiene y la salud pública subían de rango en el debate social a partir de la llegada masiva de inmigrantes.
Los textos del historiador Juan Alvarez ponderan algunas de las primeras normas municipales orientadas por concepciones modernas de la salud: desaparecía el enorme molar de madera pintada colgado a la puerta de la barbería donde el patrón, entre chismes y quinielas, tanto le metía tijeras al jopo de un purrete como aferraba las tenazas para una extracción dental sin anestesia. Raleaban curanderas y comadronas; sobre fachadas sobrias y elegantes, médicos y odontólogos atornillaban sus chapas de bronce bruñido.
Al arrancar el siglo XX, las familias rosarinas conocieron las ventajas de comprar sus alimentos en negocios azulejados, limpios y equipados con primitivas instalaciones de frío. Los vascos lecheros -que pocos años antes ordeñaban sus vacas de puerta en puerta por las calles del centro- se perdían hacia los suburbios del olvido junto con el organillero, su mono y su lorito.
Liga Argentina contra la Tuberculosis
Médicos prestigiosos -Clemente Alvarez y Tomás Cerruti, entre otros- preocupados por el crecimiento de enfermedades sociales, trabajaron con vecinos pudientes como Cornelio Casablanca, gerente de la sucursal local del Banco Español del Río de la Plata, para fundar en 1901 la Liga Argentina contra la Tuberculosis.
Desde 1903, por ordenanza municipal, fue obligatoria la denuncia de esa enfermedad. La liga creó el primer dispensario antituberculoso que funcionó con tres médicos bajo la dirección de Cerruti, todos ad honórem; la comuna aportó el pago del alquiler del local.
Desde 1855 funcionaba el Hospital de Caridad (hoy Hospital Provincial Rosario); hacia 1904 abría el primer sanatorio privado de la ciudad mientras las comunidades extranjeras organizaban servicios de ayuda mutua y atención médica que darían origen al Hospital Español, al Italiano y a la Enfermería Anglo Alemana, entre otros establecimientos de salud. La asistencia se completaba con el Asilo de Mendigos, el de Huérfanos, el Maternal y el Hogar de Marineros.
Muy cerca ya del centenario de la Revolución de Mayo, el 18 de abril de 1910, el inquieto Cornelio Casablanca propuso, ante sus consocios del Jockey Club, que la ciudad celebrara la fiesta cívica "con algo más que actos, procesiones y fuegos artificiales". Y lanzó la idea de construir por suscripción pública un hospital de avanzada. Juan Alvarez anota que pocos días después, el 6 de mayo, los promotores habían reunido 420.000 pesos. En cuestión de horas la suma creció a 740.000 y luego a un millón 650 mil pesos. Rosario tendría su Hospital del Centenario.
El grupo fundador orientó su iniciativa hacia la construcción de un hospital escuela vinculado con una facultad de Medicina, en línea con varios proyectos de creación de una universidad local como los que empujaban Lisandro de la Torre, Luis Laporte, Luis González, Joaquín V. González y Jorge Raúl Rodríguez.
Tras el éxito categórico de la suscripción popular llegaron los aportes del Estado: la Municipalidad entregó las cuatro manzanas que, entre las calles Santa Fe, Urquiza, Suipacha y Vera Mujica, ocuparían los edificios; la Nación y la provincia dispusieron subsidios complementarios.
Muchos rosarinos trabajaron gratis: el médico Tomás Varsi y el arquitecto René Barbá se encargaron del proyecto general, del diseño y de los planos; un grupo de contadores manejaba los fondos y los números mientras numerosos abogados y escribanos redactaban estatutos y reglamentos. Ninguno cobró un peso.
Las tareas de construcción comenzaron en 1913; aunque la Primera Guerra Mundial causó turbulencias económicas y financieras que entorpecieron los trabajos. Gran parte de las estructuras del hospital estaban en pie cuando, en 1919, el Gobierno creó la Universidad Nacional del Litoral y el Centenario pasó a ser escuela de la flamante Facultad de Medicina.
Promediada la década de 1920, un legado del médico Adolfo Rueda sirvió para terminar las obras.
Ya por los años 60, la infraestructura del hospital se deterioró notablemente, por lo que fue necesario refaccionarlo. Fue así que en 1965 se realizó un Plan Director que contó con distintas etapas y la remodelación se puso en marcha a principios de la década del 70. Y en los años siguientes, el aspecto de la fachada original cambió notablemente.
En 1980, la última dictadura traspasó el Centenario a la jurisdicción provincial. Hoy, en su sitio como desde el primer día pero con presupuesto menguado y medios técnicos escasos, muchas veces desbordado por la demanda acuciante de una sociedad atravesada por el desempleo y la miseria, el viejo hospital enseña y cura, empecinado.