Sólo 90 días fueron suficientes para evidenciar la torpeza de un gobierno que quiso regresar al pasado mediante la devaluación y la pesificación. El producto bruto se derrumbó 16,3%, cifra que lleva a una terrorífica caída del 68% hacia fines de año. El consumo privado descendió 20,9% y la inversión interna en bienes de capital cayó el 46,1%.
Es el peor retroceso económico y social registrado en dos siglos de historia argentina. Aunque algunos puedan creer que no lo merecemos, alguien tiene que ser responsable de este desastre, pero ¿por qué nos pasa todo esto? Hay una sola respuesta posible: es nuestra clase política que no comprende que al repetir los errores del pasado se producen idénticos fracasos.
Ahora estamos descubriendo que ningún país del mundo nos ayuda; advertimos que hasta los amigos se irritan con nosotros; comprobamos que no somos los mejores, ni siquiera en el fútbol; entendemos que no se puede hacer lo que se nos dé la gana; y nos damos cuenta que hay que respetar reglas universales; por eso, ahora justamente es el momento de hacer un profundo acto de humildad: reconocer nuestras culpas, pedir perdón y comenzar a hacer bien las cosas.
Cómo nos ven afuera
El más grande de los historiadores vivientes, Paul Johnson, nacido en Gran Bretaña en 1928 y autor de libros con gran éxito editorial, se ocupó en dilucidar nuestra tragedia y sus conclusiones históricas son sorprendentemente actuales.
"En 1946, a fines de la Segunda Guerra Mundial, EEUU necesitaba contar con un poderoso aliado en América para no indisponerse contra una Europa derrotada y destruida, pero que podría convertirse en un formidable adversario económico. El candidato más probable para esa función era Argentina, poblada por descendientes de europeos y cuya economía se había desarrollado entre las dos guerras con mayor eficacia que Canadá y Australia. Los constantes avances en la manufactura, la minería, el petróleo, los servicios públicos, los ferrocarriles y la electricidad habían producido un exitoso despegue económico. Argentina fue el primer país de América, fuera de EEUU en alcanzar el desarrollo. Tenía una economía de mercado sana, la interferencia del gobierno era mínima, su comercio exterior era uno de los más poderosos del mundo, contaba con una clase media bien educada cada vez más numerosa, los pobres podían ascender en una generación y ocupar posiciones de importancia social si estudiaban, gozaba de una prensa libre sumamente culta y gracias a jueces impecables se respetaba el imperio del derecho. Durante la Segunda Guerra Mundial, Argentina disfrutó de una prosperidad desconocida en el Hemisferio Sur. Los salarios superaban los pagados en Europa. Acumuló reservas, que en ese momento se calificaron de principescas: 1.500 toneladas de oro en los pasillos del Banco Central y saldos en libras esterlinas equivalentes al total de inversiones en infraestructura realizadas durante más de setenta años. Si hubiese usado esos recursos para crear industrias tecnológicamente avanzadas orientadas hacia la exportación en siderurgia, petróleo y productos alimenticios, sin duda alguna Argentina habría alcanzado en 1970 el segundo o tercer lugar del mundo, el mismo sitio que hoy ocupa Canadá dentro del G7, el grupo de siete países más altamente desarrollados de la Tierra.
En cambio, sigue diciendo Paul Johnson, Argentina equivocó el camino. Se aisló del mundo, se embarcó en el populismo y disfrutó de una fiesta dilapidando reservas.
Todo comenzó con el intento de sobornar al movimiento obrero acoplándolo como apéndice de la acción política. Entonces se demostró el clásico efecto de cómo es posible destruir una economía en nombre del populismo y del nacionalismo de pacotilla. Se nacionalizó el Banco Central, se destruyó la moneda, se estatizaron los depósitos bancarios, los ferrocarriles, las telecomunicaciones, el gas, la pesca, el transporte aéreo, la siderurgia y los seguros. Se creó un organismo oficial de comercialización de las exportaciones (Iapi) y el gasto público se duplicó en cinco años. El dinero de los contribuyentes se gastó sin ningún criterio de prioridad. Se hizo creer al pueblo que, sin esfuerzo, todo se podía tener al mismo tiempo y de una sola vez.
Se otorgaron aumentos masivos de salarios y se obligó a pagar trece meses de sueldos por año de trabajo, con extensas vacaciones pagas. Los beneficios sociales superaron el nivel de los países escandinavos y todo el mundo comenzó a exigir los derechos adquiridos por la magia de las leyes sociales. Pero esta fiesta del despilfarro concluyó como debía terminar: convirtiendo a la Argentina en una república latinoamericana de segunda clase, condenada al atraso industrial, la inestabilidad política y la demagogia sindical. La analogía con Canadá dejo de ser posible y con la demagogia florecieron la frustración y la desesperanza porque ya no había nada que repartir". Cualquier semejanza con lo que hoy está ocurriendo, no es mera coincidencia sino la reiteración de los mismos errores del pasado.
Cómo sucedió esto
El violento viraje institucional sucedió después de la Segunda Guerra Mundial a través de 16.000 decretos-leyes dictados entre el 21 de febrero de 1945 (DL 3.002) y el 21 de noviembre de 1946 (DL 19.270). Este arsenal legislativo se fundamentó en una filosofía jurídica repleta de lugares comunes sobre "los efectos ruinosos de la competencia y la ineludible necesidad de la intervención reguladora del Estado, en razón de la creciente complejidad del mundo moderno". En la práctica esos miles de decretos representaron la sustitución del derecho privado por el derecho administrativo y fueron convalidados por las leyes 12.921 a 12.924, sancionadas en menos de un minuto durante la noche del 21 de diciembre de 1946. Allí nació el nuevo orden jurídico que convirtió a nuestro país en una inmensa máquina de impedir. Hoy, a más de 50 años todavía el espíritu de esas leyes siguen trabando nuestra acción.
A partir de esa fecha, los principios jurídicos de las leyes argentinas se modificaron sustancialmente y entramos en el reino del atraso. Un sistema económico autárquico, cerrado al comercio exterior, intervenido por el Estado, socializadas las empresas importantes, nacionalizados los depósitos bancarios, sujetos al control de precios y salarios y con la hegemonía del mismo sindicalismo corporativo que hoy domina la escena social. En la legislación laboral se incorporaron las normas que integraban la famosa Carta del Lavoro de Benito Mussolini, del 21 de abril de 1927, las que curiosamente siguen manteniendo vigencia activa gracias al sistema de sindicatos únicos, convenios colectivos por sector, paritarias nacionales y aportes compulsivos al aparato sindical.
Pero, además, y a partir de 1946, se introdujeron los principios jurídicos por los cuales el derecho privado quedó sometido a las conveniencias del poder político. Durante este largo período, todas las leyes, incluidas la anulación de la intangibilidad de los depósitos bancarios, el establecimiento del corralito y la confiscación de los ahorros mediante el canje de bonos sin respaldo serio, son leyes que tratan de dirigir la acción privada condicionando los derechos de la gente hacia los fines pretendidos por los gobernantes, casi siempre en beneficio de grupos que rodean al poder políico. Esta avalancha de leyes y decretos que nos inunda día a día, fue la consecuencia de una doctrina que tiende a politizar el derecho y a dirigir la economía por el gobierno. Esas mismas leyes son las responsables del actual descalabro económico.
Por eso, la primera tarea que debiera encarar quien lidere una reacción contra esta decadencia consiste en revisar todas las leyes dictadas desde 1946 hasta ahora para depurar aquellas que se hayan convertido en engranajes, manivelas, palancas o instrumentos de esta verdadera máquina de impedir. Si no lo hace, seguirá operando el proceso de demolición que, en tres meses, destruyó la honra y el patrimonio que los argentinos lograron en once años de convertibilidad, que llevó el ingreso per capita de 9.750 dólares a 1.732, que nos rebajó de una posición de líderes en América latina a estar por debajo de Paraguay y Bolivia y que convirtió la deuda pública en un importe equivalente a la producción de dos años completos. La torpeza de regresar al pasado la hemos pagado muy caro. ¿Quiénes se harán cargo de ello?