| | Editorial Barreras a la inmigración
| Las contradicciones y desigualdades entre países centrales y periféricos -por darles una clasificación en época de economía globalizada- se han vuelto verdaderamente patéticas, desenmascaradas y profundamente perversas. Se las puede visualizar en diversos planos de la vida económica y comercial, con países pobres sometidos a producir e intercambiar sólo aquello que les permite o tolera el grupo de naciones ricas dominantes de los mercados. Pero quizás la forma más dolorosa de discriminación y desigualdad, de desprecio y confinamiento, esté dado por el impedimento de ingresar a un país a aquellos ciudadanos que procuran hallar allí un horizonte más pródigo. Se señala esto porque en los próximos días, en la Cumbre de Sevilla, los países que integran la Unión Europea comenzarán a debatir nuevas medidas para dificultar el ingreso de personas a sus territorios, bajo el rótulo de la lucha contra el tráfico ilegal de personas. En esa dirección, algunos países como el Reino Unido, Austria, Italia, ya han avanzado estableciendo mayores exigencias para permanecer en calidad de turistas y en las condiciones para obtener empleo y asilo. Europa entonces, la gran colonizadora de todos los continentes, donde millones y millones de personas durante siglos hallaron una salida a su falta de recursos, o al drama de las guerras intestinas, marcha ahora a convertirse ella misma en un continente inexpugnable, en una fortaleza inaccesible, no ya en el intercambio de productos, sino fundamentalmente con las personas, al parecer, causa primera de todos sus males actuales. Entre las preguntas que circulan en ámbitos políticos e intelectuales, se destaca aquella sobre si el drama de las corrientes inmigratorias es un problema socioeconómico de los países pobres que afecta a Europa o si es un fenómeno global del cual la economía europea es un factor de enorme gravitación, y por ende no puede ni debe desentenderse. Y es que en rigor, no puede soslayarse la cuota de responsabilidad que ha tenido la Unión Europea, con su férrea política de subsidios a la agricultura, en la pobreza de países africanos, asiáticos y latinoamericanos. O bien la de sus poderosos bancos, que suelen utilizar los mercados emergentes, desprotegidos jurídicamente, para aplicar tasas descomunales para obtener réditos impensables en sus países. Luego, como una reacción natural a la catástrofe de la pobreza, se desatan sin demora las corrientes migratorias. Frente a ello, no hay barrera que pueda poner freno al intento desesperado por sobrevivir. A menos que empiecen a colaborar fechacientemente para que esos países periféricos salgan del subdesarrollo en el menor plazo posible.
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