| | Reflexiones El progresismo como problema
| Juan José Giani
La agobiante decadencia argentina autoriza la elocuente proliferación de espacios de reflexión destinados a desentrañar sus causas y apaciguar sus efectos. Tras exhibir estadísticas, ensayar retrospectivas históricas o sugerir curativos programáticos, una brisa de unanimidad recorre canales de televisión o paneles en diversas geografías: el problema argentino, se dice, es, finalmente, político. Apelando a un tono ceremonial o imaginando la exposición de alguna verdad iniciática, reina sin embargo allí la obviedad. Si por política entendemos la construcción de un orden colectivo sostenido en diagnósticos, vaticinios y arquitecturas institucionales, cuando un país se desmorona es claro que la política ha defeccionado. Presuponiendo la lucidez de aquellos que hurgan en las raíces de la crisis, procuremos precisar entonces qué tipo de problema político es el problema político que aqueja a nuestra maltratada patria. Percibo en principio tres versiones de esta arraigada convicción. 1) El problema son los políticos que dilapidan recursos que no recaudan, acrecientan irresponsablemente el déficit de las cuentas públicas e instalados en la demagogia agreden las normas del mercado despertando recelos en inversores internos y externos; 2) El problema son los políticos que se atrincheran tras sus intereses personales, formando una corporación impermeable a los padecimientos de la gente e ineptos para proyectar salidas pertinentes para una crisis que ellos mismos contribuyeron a agudizar; 3) El problema son los políticos que devienen funcionales a un sistema de poder pergeñado en torno a las conveniencias de los grandes grupos económicos; mentes claudicantes frente a las chequeras y los cantos de sirena del Consenso de Washington. Vayamos de las percepciones elementales a las complejidades irresueltas. Resulta incuestionable que la Argentina sufre las tempestades desatadas por una estrategia de desarrollo económico-social perpetrada por la dictadura militar y continuada (por impericia, negligencia o complicidad) por sucesivos herederos civiles, organizada en torno a un Estado condescendiente con los ricos y hostil con los pobres, una creciente valorización financiera del capital y una torpe creencia de que la ventura emana centralmente del auxilio foráneo y no del aliento a las potencialidades productivas de nuestro mercado interior. Las peroratas sobre los siniestros efectos del excesivo gasto público han recibido ya abrumadora reprobación empírica. Las dos causas principales del aumento del desmadre fiscal en la Argentina provienen de supuestas panaceas divulgadas oportunamente por las doctrinas neoliberales: la rebaja de aportes patronales al sistema de seguridad social como acicate a la creación de empleo y el desfinanciamiento del sistema previsional tras la privatización auspiciada por Cavallo. El abyecto y empecinado clientelismo de determinados caudillos provinciales, la degenerada moral pública que destilan algunos despachos o la improvisación y el descuido con que variopintos gobiernos han maniobrado el aparato estatal resultan tan impecables como secundarios argumentos a la hora de escudriñar en las claves que explican la postración de la República. Quiero decir, para los intelectuales orgánicos del establishment, la transparente lógica del capital no tolera los estorbos de la política, a la que sólo le cabe la tarea de tentar consenso tras la palabra ecuménica que pronuncian los mercados. Por tanto, si la nación trastabilla será por déficit de conciencia, por patologías de comportamiento de una clase política venal, ignorante o populista (actuando por cierto aquí como sinónimos). Las derechas denostan a la política porque interfiere y el reproche moral funciona como máscara, procurando sintonizar con una sociedad exhausta que repudia corruptelas no porque confíe en la sabiduría del capital sino porque contrasta sus pesares con irritantes procedimientos y privilegios que se empecinan en conservar algunos contumaces hombres públicos. El progresismo, sin embargo, no puede situarse aquí como mera contracara. El problema argentino es político, primariamente, en el sentido de carecer de un elenco dirigencial y un sistema de mediaciones institucionales adiestrado para excomulgar todo compromiso con los sectores parasitarios de la gran burguesía que se han alimentado de los mecanismos de endeudamiento público y de los recurrentes subsidios de un Estado prebendario. Gozar de autonomía decisoria para disciplinarlos es el paso inicial de una estrategia de largo plazo que no puede, sin embargo, desestimar por temor a la contaminación ideológica imputaciones que circulan habitualmente en otras voces. Cobrar diezmos por facilitar el acceso a planes sociales invocando la teoría de las contradicciones de Mao Tse Tung, despotricar contra el modelo desatando guerras santas a la hora de confeccionar listas de concejales o satanizar al adversario como coartada para canjear prebendas por votos en las internas restan insanablemente autoridad a cualquier prédica transformadora y siembran perversiones que se pagan sin dudas más tarde al momento de ejercer responsabilidades de gobierno. Asimismo, cualquier intransigencia de principios que no lleve adosada letra fina en las programáticas conducentes, un virtual elenco de funcionarios en condiciones de llevarlas a la práctica o un diseño flexible en el arco de alianzas sociales posibles, abre la puerta de inminentes frustraciones. El shock distributivo o la defensa de la banca pública son correctos encabezados para un país mejor que aún aguarda sus trazos más nítidos. El bipartidismo está, más que nunca, exánime y caduco. Las terceras fuerzas han sido, hasta hoy, experiencias bienintencionadas pero inconsistentes y efímeras. Dar a luz un nuevo actor político combinando sólidamente igualitarismo doctrinario, éticas impolutas y una convincente capacidad para administrar el cambio continúa siendo nuestro imperioso aunque incumplido desafío.
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