| | Editorial Enfrentar la emergencia
| Ciertas noticias, por la crudeza de que hacen gala, suelen ser un bocado muy difícil de digerir hasta para quienes tienen cabal conocimiento de lo que sucede actualmente en la Argentina. Ocurre que la dimensión de la crisis es de tal magnitud que cosas nunca observadas en el pasado se han convertido en cotidianas, aunque muchos aún no se hayan dado cuenta. En la edición de ayer de La Capital, la tapa de la sección Ciudad revelaba uno de estos nuevos datos que componen la realidad de cada día: en las escuelas del centro rosarino existe un flamante y amenazador inquilino, el hambre. La rudeza de la palabra es mucho menor, por cierto, que las consecuencias concretas del fenómeno, disparado por la creciente inflación en un marco de recesión y feroz desempleo. Chicos que lloraban porque les dolía la panza a causa del hambre eran, hasta el presente, un dramático hecho que se verificaba en aquellos espacios de la geografía urbana donde la pobreza no sorprendía a nadie. En una sociedad virtualmente narcotizada en relación con los funestos efectos del modelo económico vigente, esta cuota fija de dolor humano no conseguía conmover a quienes tenían en sus manos el poder de tomar las decisiones. Pero lo que ocurre ahora es, si se puede decir de esa manera, peor. Se relaciona directamente con el deterioro que sufre la clase media. Se mezcla con las imágenes más duras del presente, que preanuncian un porvenir aún más duro. Y urgen a una adopción inmediata de medidas concretas para paliar los efectos del paso, sin anestesia, de un esquema de convertibilidad uno a uno entre peso y dólar a otro de flotación sucia en un país donde el sistema financiero se convirtió, de un día para el otro, en un fantasma. No es solución, sin dudas, el asistencialismo. Es apenas la venda sobre la herida que no ha cicatrizado. De lo que se trata, en verdad, es de reconstruir la sociedad sobre bases distintas y de realizar, en tiempo y forma, el necesario recambio de dirigencias y cuadros intermedios. Pero acecha un peligro en esta dramática Argentina nueva: que se produzca un acostumbramiento a la pauperización. Y que el mismo letargo que invadió a los argentinos mientras veían cómo las bases de su prosperidad iban siendo corroídas continúe hoy, cuando las alarmas contra incendio suenan a lo largo y ancho de un país que debe enfrentar unido el avance del fuego.
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