Una encuesta realizada por la firma Gallup, especializada en sondeos de opinión pública, reveló esta misma semana que el 90 por ciento de las personas consultadas considera que una profunda reforma política es fundamental para resolver los problemas que padecemos. El 82 por ciento de los entrevistados quiere que en los próximos comicios se renueven todos los cargos nacionales, provinciales y municipales. El 58 por ciento de los argentinos opina que la desaparición de la actual dirigencia política es la medida más adecuada para superar la crisis.
Una definición contundente para que los gobernantes entiendan que el problema no es la economía sino ellos mismos, las instituciones que ocupan y las leyes que sancionan.
Poco a poco nos vamos dando cuenta de que la patria no es un mercado y que los personajes más detestados del país son los políticos porque, a la ignorancia sobre cómo funcionan los mecanismos económicos, unen la indecencia de un desaforado apego a sus privilegios personales.
Incoherencias evidentes
Desde hace muchos años venimos explicando que la expansión del gasto público, financiada con emisión de bonos del Estado, iba a terminar con un gran estallido. Sin embargo, todos los ministros de Economía que se sucedieron en los gobiernos de las últimas décadas, con la única excepción de Ricardo López Murphy, convalidaron la exacerbación del gasto público, financiándolo con la complicidad de las entidades bancarias locales e internacionales.
Los grandes bancos, en sus convenciones anuales realizadas a todo fasto, denostaban públicamente el aumento del gasto público y la existencia del déficit permanente en el presupuesto de la Nación y las provincias. Sin embargo, prestaron el dinero de sus clientes a un gobierno nacional que derrochaba dinero a mano llena y a gobiernos provinciales que irresponsablemente tomaban créditos a tasas estrafalarias en dólares.
Resulta paradójico observar que los depositantes no entregaban sus fondos al mejor postor. La inmensa mayoría de ellos hacían verdaderos esfuerzos para ahorrar, pensando en su vejez, en el futuro de sus hijos o eventuales enfermedades. Y como esos ahorros les habían costado mucho, evaluaban con suma prudencia el riesgo crediticio, colocándolos en bancos cuyas casas matrices estaban en el exterior. Incluso aceptaban tasas menores porque querían estar a cubierto de los riesgos de insolvencia. Pero terminaron con el dinero encerrado en la brutal bancarización forzosa de Cavallo y en el infame corralón de Remes Lenicov y Lavagna.
Por haber practicado la virtud del ahorro fueron castigados, pesificados y reprogramados, recibiendo la befa por haber confiado en las leyes argentinas y creído en la publicidad de la banca extranjera.
Así quedaron reprogramados depósitos por 37.023 millones de pesos y 33.826 millones de pesos en cuentas a la vista, mientras que las reservas internacionales llegan a 10.709 millones de dólares.
Al mismo tiempo, algunos jueces que integran una Justicia sospechada de connivencia con la clase política, se dedicaron a despachar urgentes amparos que, curiosamente, no estaban destinados a los más débiles y necesitados sino a los depositantes que reclamaban fondos millonarios en dólares. Y sólo estos afortunados pudieron saltar el cerco del corralito.
Los ciudadanos, con la única excepción de quienes se involucraron en este festín de la decadencia, se han dado cuenta de que lo que nos pasa no es un problema económico. Se trata de la violación sistemática de las cuestiones fundamentales sobre las cuales puede desarrollarse la economía: los principios morales, la existencia de leyes justas, la actuación de jueces probos y el respeto a los derechos de los demás.
Ahora con la furia devaluacionista y la barbarie de la pesificación asimétrica, Duhalde y sus amigos bonaerenses han destruido la moneda y de pronto descubren que no hay economía sin moneda sana, que sin moneda no hay precios, que al violarse la propiedad privada desaparece el crédito y que sin crédito no hay consumo.
También ahora se van dando cuenta de que el consumo necesita de la producción y que ésta se desarticula sin un sistema de precios estables que, como el pez al agua, necesitan de la definición precisa de costos y tipos de cambio.
Después de haber producido el zafarrancho de la devaluación, Duhalde y sus amigos bonaerenses se dieron cuenta tardíamente de dos cuestiones elementales: primero, que la totalidad de la deuda pública estaba expresada en dólares; y segundo, que los bienes exportables de Argentina -carnes, granos, alimentos, petróleo, gas y manufacturas- son al mismo tiempo productos básicos de la canasta familiar. Con lo cual la brutal devaluación del 270 por ciento significó eyectarnos fuera del mundo y destruir el salario real en una medida tan terrible como ningún otro gobierno lo haya producido hasta ahora.
Quienes realmente han incurrido en el tremendo delito de subversión económica no son otros que los presidentes y ministros que se sucedieron a partir de De la Rúa, a quienes habría que llevar a la Justicia por haber subvertido el orden económico-social y destruido la esperanza, la honra y el patrimonio de una mayoría de argentinos.
¿Qué va a pasarnos?
Es casi imposible restaurar la economía si los ciudadanos que trabajan con honradez se ven estafados sistemáticamente por el Estado y acorralados por leyes que sancionan sus representantes en el Congreso. No tienen solidez en el sistema educativo, el sistema de salud pública ha colapsado por falta de preocupación oficial, quedan expuestos al ataque de delincuentes que gozan de mayores derechos y garantías que la gente honesta, carecen de un sistema de premios y castigos en materia fiscal, la inseguridad jurídica es un dato cotidiano y la moneda ha sido reemplazada por falsas tiras de papel que nada prometen ni obligan a ningún desembolso.
Por eso surge de manera incontenible una tremenda preocupación que se expresa con esta pregunta, reiterada una y mil veces: ¿qué va a pasarnos después del colapso del gobierno de Duhalde y sus amigos bonaerenses?
La angustia que encierra esa pregunta no sólo demuestra una preocupación personal, íntima o compartida. Es mucho más que eso, es la turbación profunda por lo que se denominan "las postrimerías".
El término postrimerías es una palabra muy raramente empleada, quizás porque tiene un significado estremecedor. En su primera acepción, postrimerías quiere decir el último período de un tiempo que se agota, por ejemplo: las postrimerías del siglo. Pero en su segundo sentido representa lo que nos aguarda al término de la vida: la muerte, el juicio, la condenación o la gloria. Y ésta es precisamente la hondura con que muchas personas se sobresaltan pensando en nuestro destino como Nación.
¿Será viable la Argentina después de esta tragedia? ¿Podremos reconstruir la Nación que conocimos cuando éramos niños inflamados de confianza en nuestra patria y orgullosos por nuestros próceres? ¿Volveremos a embargarnos de la profunda emoción de sentirnos argentinos como cuando, en el patio de la escuela, entonábamos la marcha de San Lorenzo o el himno Aurora? ¿Retornaremos a presenciar los desfiles de unas fuerzas armadas consustanciadas con nuestras tradiciones? ¿Regresarán la confianza y el respeto por los policías que exponen sus vidas para proteger la nuestra? ¿Terminaremos recompensando el mérito que resulta de cumplir con el deber o seguiremos premiando la estupidez y la indecencia de cuanto tarambana o corruptor exitoso aparezca en las pantallas televisivas?
Todas estas son las cuestiones involucradas detrás de la pregunta insistente de ¿qué va a pasarnos después del colapso de este gobierno?
Pero hay una sola respuesta. La patria no es el sitio donde estamos cómodos. La patria es el lugar donde nacimos, en el que echamos raíces, donde están nuestros afectos más puros y donde se guardan los huesos de nuestros padres. Esa patria no colapsa si cada uno de nosotros la guarda en el fondo de su conciencia, si conserva la memoria de lo que fuimos y la ilusión de lo que podemos llegar a ser. Nunca existen las postrimerías de la patria, sólo se producen las postrimerías de una clase dirigente necia e indecente que ha traicionado algo sagrado: su propia misión. Después de ellos, la patria puede ser restaurada con mayor vigor y brillo que nunca, porque el dolor y el sufrimiento de tantos millones de argentinos no puede ser en vano. El dolor termina redimiéndonos de nuestros errores y así, purificados, resurgiremos.