Corina Canale
El valle catamarqueño de Aconquija ofrece a sus 5.000 visitantes anuales las cumbres más altas y magníficas de las sierras pampeanas, en las que según los sabios indígenas la luna reposa en la quietud y el silencio, en su tránsito por el firmamento. La ciudad de Aconquija, con apenas 3.000 pobladores, tiene su origen en 1611, cuando la Compañía de Jesús llegó con su misión evangelizadora. Con el paso de los siglos los cordones serranos se fueron repitiendo en la cadena de poblados que rodean el nevado de Aconquija, semejante a un estrecho abrazo. Se llaman Buena Vista, El Alamito, Alto de las Juntas, El Charquiadero y Río Potrero. Allí, donde se encuentran Tucumán y Catamarca, al pie del nevado del Aconquija, está la laguna del Tesoro, donde cuentan que ante la noticia del ajusticiamiento de Atahualpa, el último inca, pobladores de Andalgalá hicieron con oro una cadena de eslabones tan grandes como el puño de un hombre fuerte. Cuando la muerte del inca ya no era un secreto, arrojaron esa cadena y muchas otras riquezas a las mansas aguas de la laguna. Del esplendor del imperio incaico quedó en la ladera del cerro el pucará de Aconquija, yacimiento arqueológico que muestra en sus ruinas el poderío de una fortaleza construida hace 500 años. Los pucará eran guarniciones militares que preservaban los dominios incas de los ataques. El de Aconquija fue levantado en una frontera caliente para rechazar el embate de los indios lules que venían desde los llanos santiagueños. Los arqueólogos concluyeron que el pucará de Aconquija sólo sirvió en la época imperial, y que por ello conserva la pureza de las auténticas construcciones de los incas, en especial su ubicación en mesetas. Tiene una muralla defensiva de hasta cuatro metros de alto, orientada hacia lo más vulnerable, con plataformas elevadas y troneras, y torreones defensivos en las murallas más pequeñas. En el pucará hay diez patios rectangulares, puertas y ventanas trapezoidales y hornacinas cavadas en los muros pétreos. La historia dice que el inca Yupanqui, sucesor de Viracocha, comenzó en 1438 una fuerte política de expansión sobre los pueblos del mundo andino, imponiéndoles su poder ideológico y económico. El pucará de Aconquija es testimonio de aquella expansión del Tahuantinsuyo, "la tierra de las cuatro regiones". La mayor de esas regiones, el Collasuyu, abarcaba desde el lago Titicaca y seguía hacia el sur, llegando a Bolivia, al norte de Chile y al noroeste de Argentina. Y como si esta tierra catamarqueña fuera proclive a las grandes obras, una fantasía de la ingeniería instaló sobre ella el puente colgante de una tirada más largo de Sudamérica. Se llama puente de la Libertad, tiene 387 metros de largo y pende, sin soportes en el medio, a 130 metros de altura. El puente cruza el arroyo del Cangregillo, en la estancia Los Nogales de la familia Salado Navarro. Lo hizo construir para el paso del "mineraloducto" la empresa Minera Alumbrera, y dirigió su emplazamiento el ingeniero Charles Lamb. El puente de la Libertad es una obra que atrae a los visitantes y también el lugar desde el que salen los pescadores de truchas y los que van a realizar safaris fotográficos. Los paseos por Aconquija, más tarde o más temprano, llevan hasta la estancia de Tatiana Taurer Ostertag, a quienes todos en el pueblo llaman "la alemana". La mujer, cercana ya a los 80 años, hace los dulces más ricos de la región del nevado. Comenzó a elaborarlos en 1976, tras la muerte de Eberhard, su esposo, con el que llegó a Argentina hace más de 50 años. Con su radio de onda corta todas las noches escucha La Voz de Alemania, un programa en el que ganó un viaje a su tierra natal. Recuerda que fue en 1982, durante el conflicto bélico con Gran Bretaña, y a pesar de que sus parientes querían que se quedara, no lograron persuadirla. Mientras escucha puntualmente la radio alemana de Colonia, Tatiana piensa en dedicarse a la cría de hacienda. Los pobladores de Aconquija sienten que el turismo está descubriendo esta región en la que floreció, entre los años 200 y 500 d.C., la cultura Alamito, famosa por su alfarería ornamental. Una de las piezas halladas, "El suplicante", es una estatuilla labrada en piedra que eleva su mirada hacia el cielo, que era usada en los rituales como símbolo de fertilidad y abundancia. (Télam).
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